DON ANTONIO DE ERAUSO (LA MONJA ALFEREZ) (sic)
Nació doña Catalina (o Antonio) en Donosti, en dos fechas distintas, según sus memorias el año 1585 y según el documento de bautizo en 1592. Todo, en él o ella, es novelístico. Sabemos, porque ella lo dice, que le gustaban las mujeres. Alta, andrógina, con mínimos pechos y voz grave, no le resultaba difícil disimular su sexo. Otra cosa era la intimidad; Catalina siempre evitó casarse.
Era normal en 1596 que una niña de cuatro años fuese enclaustrada y fue internada en el convento de San Sebastián el Antiguo, donde su tía era priora. No llegó a profesar de religiosa por la misma razón que rigió toda su vida: una pelea. “Ella era robusta y yo muchacha, me maltrató de mano y yo lo sentí”, escribe en sus memorias para justificarse, pero la verdad es que Catalina o Pedro de Orive o Francisco de Loyola o Alonso Díaz Ramírez de Guzmán o Antonio de Erauso, que todas estas fueron sus identidades, no hizo otra cosa que reñir.
La mayoría de lo que nos cuenta en sus memorias parece ser real. Las escribió en 1625, antes de embarcarse por segunda vez hacia América, donde murió. Según ella misma, la biografía romántica que le dedicó el escritor inglés Thomas de Quincey (1854) y los historiadores, Catalina no paró de meterse en líos. Salía de ellos por suerte, azar o fuerza, pero su carácter bravucón y chulesco la volvía a meter en líos.
antes de hacer los votos se quitó los hábitos monjiles,
Asi un día dejó el convento y se vistió de hombre y, huyendo de la familia, comenzó sus aventuras por distintas ciudades españolas hasta que llegó a Sanlúcar de Barrameda, donde fue tentada por los prodigios de América. Como grumete, se embarcó en un galeón, dándose con que el capitán era un tío suyo, Esteban de Eguiño, quien no la reconoció por el disfraz de grumete y aparentar mayor edad. Se hacía llamar Antonio.
Cuando llegó a Cartagena de Indias se puso al servicio de un vasco, Juan de Urquizo, rico mercader de la ciudad de Trujillo, en el Perú, con quien hacia allí partió. Hasta entonces había sido un jovenzuelo despierto y pícaro. Pero, poco después su carácter combativo y díscolo salió a relucir, haciéndose protagonista de reyertas sin fin, siempre, curiosamente, con gente no vasca. Y, en Saña, población cercana a Trujillo, cayó su primera víctima mortal. Un tal Reyes, cuyos amigos se dispusieron a vengar al muerto. Antonio huyó a Trujillo y en la huida liquidó a uno de sus perseguidores.
Se trasladó luego a Lima y entró al servicio del mercader Diego de Lasarte. Una de sus hermanas, a la que “andaba entre las piernas”, de nuevo la puso en el brete del matrimonio. Nueva huída hacia la ciudad de Concepción y nueva casualidad: Catalina encontró a su hermano Miguel de Erauso.
Casi tres años estuvo con él de soldado sin que conociera su identidad, hasta se disputaban las mujeres. En Chile, Catalina participó en algunas de las más terribles y crueles batallas contra los indios. Después se produjo uno de los episodios más tristes de la novicia soldado. En una pelea, tuvo la mala fortuna de matar a su hermano. “¡Sabe Dios con qué dolor!” le enterró y escapó caminando por la costa hacia Tucumán. Sin agua, sin comida, Catalina describe cómo sacrificó a su caballo buscando algo que llevarse a la boca.
No le quedó otra cosa que huir a Buenos Aires cruzando la Cordillera de los Andes, para pasar luego a Tucumán de donde también tuvo que escapar a la carrera por darles palabra de matrimonio a dos mujeres. Por caminos dificílisimos y sin guía demoró tres meses en llegar a Potosí (hoy Bolivia) donde fue ayudante de sargento mayor. Pero sus tribulaciones y pendencias lo siguieron persiguiendo y en Chuquisaca le ocurrió algo sorprendente en su vida aventurera: Fue acusado de un delito que no había cometido y recibió tormento.
En Piscobamba y en La Paz volvió a las andadas y protagonizó reyertas de gran calibre, por lo que fue condenado a muerte y tuvo que huir al Cuzco. En la histórica ciudad imperial de los Incas es él, Antonio, el que salió herido en una de las tantas riñas en las que participaba.
La herida era tan grave que pidió confesión, revelándole al sacerdote su condición de mujer. La convalecencia fue larga y parece que el sufrimiento lo o la llevó a la reflexión y al acto de contricción.
Unas matronas testificaron no sólo que era mujer, sino además virgen. Así que el obispo perdonó los excesos, la vistió de nuevo de monja y la metió en un convento. ¿Cómo se sintió el aguerrido soldado con toca y rezando maitines? Catalina se hizo famosa y volvió a su patria despertando tanta expectación, que la recibió el rey Felipe IV y la concedió una pensión. Luego, el Papa le otorgó la facultad de usar ropas masculinas y la posibilidad de ser en público lo que siempre había sido: todo un hombre.
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