El pueblo judío fue dispersado de su tierra hace 2.000 años, tras la destrucción del Templo y la derrota de la rebelión de Bar Kojba. A partir de allí, centenares de miles de judíos fueron esclavizados y obligados a abandonar sus tierras. Los judíos pudieron haberse asimilado en las sociedades a las que los llevaron y haber seguido el curso de la historia de tantos pueblos de la antigüedad que han dejado de existir, pero no fue así por motivos internos y externos.
En primer lugar, porque el sentimiento religioso, la idea de la observancia de la ley divina, era primordial en una población cuyo fundamento espiritual era religioso y ético, a diferencia de la mayoría de las sociedades de aquel tiempo, para las que los fundamentos artísticos o filosóficos constituían el sustento de su modo de ser.
En segundo lugar, porque una de las sectas judías, los seguidores de Jesús, se fue separando de un judaísmo cuya mayoría estaba esclavizada y que no disponía de fuerza política alguna para constituir una religión que nada tuviera que ver con su propio origen (esta negación ha sido demasiado evidente hasta hace bien poco). Además, esta religión de origen judío, el cristianismo, propició la exclusión político-religiosa del pueblo judío.
A partir de ahí, y hasta el siglo XIX, los judíos no llegaron a ser ciudadanos en condiciones de igualdad en el mundo occidental, ni en el cristiano ni en el islámico, donde se aplicaron las condiciones del pacto de Omar, que sólo permitía su existencia en condiciones de inferioridad jurídica y civil.
Tras la Ilustración del siglo XVIII, algo pudo cambiar en nuestras sociedades. En 1799, Napoleón exhortó a los judíos a conservar la tierra de Israel a pesar de todos los adversarios. Pero fue el movimiento nacionalista que surgió en toda Europa el que generaría el nacimiento del sionismo, bajo el principio de que cada pueblo había de tomar su destino entre las propias manos, que también se aplicaba a los judíos. Y su desarrollo, más que todo, tuvo que ver con el movimiento anti-judío que fue tomando impulso desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la II Guerra Mundial.
Los judíos hicieron un gran esfuerzo a lo largo de todo el siglo XIX y la primera parte del siglo XX para integrarse en las sociedades, conservando, eso sí, su esencia religiosa y ética. Abandonaron sus idiomas vernáculos para utilizar los de las sociedades nacionales; a través del movimiento reformista imitaron parte de la liturgia protestante; enviaron a sus hijos a los liceos, gymnasiums y universidades, despreciando las escuelas judías, etcétera.
La integración de los judíos dio muchos ilustres hombres a Europa y al mundo occidental, que recientemente recogía en un artículo en EL PAÍS Salvador Pániker, quien escribía: "Algunos amamos tanto a los judíos que preferiríamos tenerlos entre nosotros, diseminados, diluidos, enriquecedores, fértiles, en vez de tenerlos aislados en un Estado nación artificial que sólo ha generado desgracias desde su nacimiento". Afirmación que considero doblemente obscena.
Obsceno es tanto amor por vernos diluidos, pero sobre todo debe ser ese algunos algo escaso, cuando tan pocos movieron un solo dedo para impedir que las familias de tantos ilustres hombres que poblaban la diáspora europea intelectual fueran conducidas al matadero. Amor que recuerda el que a los judíos tenían los nazis, que pretendían verlos diluidos en la tierra y en el aire, ceniza y humo.
Pero es que una afirmación así no cabe sin obscenidad desde una Europa que apenas alberga un 20% de los judíos que vivían en el continente a comienzos del siglo XX, tras un siglo entero de emigración forzosa, exclusión y muerte.
Que no se preocupe Salvador Pániker, los judíos de Israel no están aislados. Viven en una sociedad libre y democrática y aportan su saber académico y técnico a todo el mundo. Han generado una sociedad en la que ser judío no es una lacra, un demérito o un estigma que hay que salvar durante toda la vida. Han generado una sociedad vibrante, amante de la música y de la cultura, creativa en la medicina, en la investigación, en las nuevas tecnologías. Y permanecen abiertos al mundo y fieles a los principios éticos que siempre han regido al judaísmo.
Efectivamente, falta la paz entre Israel y los palestinos, que no es poco. Pero la paz, como el baile de pareja, es cosa de dos. Los que amamos la paz, deseamos que se consiga y que sirva para preservar la dignidad de los pueblos israelí y palestino. Paz que ha de definirse entre ambos, probablemente fuera de los focos de los medios de comunicación y de la intervención pública.
Pero la falta de paz no puede servir para considerar un error, ni un Estado artificial, al Estado de Israel. Antes al contrario, es uno de los pocos Estados que tiene un fundamento jurídico e histórico esencial: recuperar la dignidad y la vida para un pueblo encaminado por los otros a la muerte. Para un pueblo que es, junto con Grecia, piedra miliar del pensamiento occidental y de su amplitud de horizontes.
Jacobo Israel Garzón es presidente de la Federación de Comunidades Judías de España.
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