ByOskarele
Las bacterias son invencibles porque viven en todos lados, absolutamente en todos lados. Las hay que nadan tranquilamente en charcos volcánicos con concentraciones de acido sulfúrico que te derretirían a ti y a tu coche (las Thiobacillus concretivorans). Otras viven felices en los tanques de residuos nucleares (Micrococcus radiophilus), hinchándose de plutonio. Viven en geiseres de lodo hirviente y en lagos de sosa caustica, el interior de las rocas, en el fondo del mar. Algunas parecen prácticamente indestructibles, como la Deinococcus radiodurans, prácticamente inmune a la radiactividad, ya que, aunque esta destruya su ADN, lo recomponen y siguen tan panchas.
Una Streptococcus se recupero de las lentes aisladas de una cámara que había permanecido dos años en la luna. Aguanto todo ese tiempo en un ambiente absolutamente hostil.
Hay un montón de microbios que viven en las profundidades de la Tierra, muchos de los cuales no tienen nada que ver con el mundo orgánico convencional. Comen rocas compulsivamente (o más bien el material que hay en las rocas: hierro, azufre, manganeso…), respiran cosas extrañas (cromo, cobalto, uranio…). Puede que estos procesos contribuyesen a la concentración de oro, cobre y otros metales preciosos, y puede que en la formación de los yacimientos petrolíferos y de gas natural. Incluso se ha hablado de que sus constantes bocados han podido crear la corteza terrestre.
En zonas profundas, los microbios disminuyen de tamaño y se vuelven extremadamente lentos y vagos. El más activo y dinámico puede tardar en dividirse un siglo. Algunos incluso tardan cinco siglos. Parece ser que la clave para vivir largo tiempo es no hacer demasiado.
En 1997 unos científicos consiguieron activar unas esporas de ántrax que habían permanecido aletargadas ochenta años en la vitrina de un museo. Unos microorganismos volvieron a la vida después de ser liberados de una lata de carne envasada hace 118 años o una botella de cerveza de 166. Pero el record lo tiene la bacteria que Russell Vreeland y unos colegas suyos de Pensilvania. Resucitaron una bacteria de 250 millones de años, una Bacillus Permians, atrapada en unos yacimientos de sal a 600 metros de profundidad en Nuevo México. Si eso es así, es más vieja que los continentes. Pero, la verdad, hay dudas sobre si esto es cierto.
Hasta bien entrada la era espacial, la mayoría de los libros de texto seguía dividiendo el mundo de lo vivo en solo dos categorías: plantas y animales. Los microorganismos apenas aparecían. Las amebas y otros seres unicelulares eran tratados como protoanimales, y las algas, como protoplantas. Las bacterias solían agruparse con las plantas.
Pero hay otros organismos del mundo viviente que no encajaban en las clasificaciones de los listos científicos: los maravillosos hongos (el grupo que incluye setas, mohos, mildius y levaduras). Eran tratados como especies botánicas, aunque, en realidad, casi nada de ellos se corresponde con las plantas. Tienen más en común, estructuralmente, con los animales, por que construyen sus células con quitina, un material que les proporciona su característica textura. Los caparazones de los insectos y las uñas de los mamíferos están hechos de quitina, aunque no resulte tan gustosa en la uña de un mono que en una trufa.
A diferencia de las plantas, los hongos no fotosintetizan, por lo que no tienen clorofila y no son verdes. Crecen directamente sobre su fuente de alimentación, que puede ser casi cualquier cosa: el azufre de una pared de hormigón o la materia en descomposición que hay entre los dedos de tus pies. Lo único que comparten con las plantas es que tienen raíces.
Pero hay un grupo peculiar dentro de los hongos conocido como “mixomicetos” o Mohos del limo, muy difíciles de clasificar. El nombre tiene mucho que ver con su oscuridad.
Cuando las cosas les van bien existen como organismos unicelulares, de forma muy parecida a las amebas. Pero cuando las cosas se ponen feas para ellos, se arrastran hasta un punto central de reunión y se convierten en una babosa, no demasiado bella, por cierto, y se desplazan a un sitio mejor para ellos. Este posiblemente sea el truco más ingenioso del universo.
Pero no queda ahí la cosa: después de llegar a un emplazamiento más favorable, el moho del limo se transforma de nuevo, adoptando la forma de una planta. Por algún extraño proceso, sus células se reconfiguran para hacer un tallo encima del cual se forma un bulbo conocido como cuerpo frugífero. Dentro de el hay millones de esporas que, cuando llegue el momento, se dispersan, recomenzando el ciclo. EN LA FOTO OS MOSTRAMOS ESTE PROCESO
Durante años los mohos del limo fueron considerados protozoos por los zoólogos y hongos por los micólogos, pero no pertenecían, en realidad a ninguna de las dos.
Con los análisis genéticos se descubrió que eran únicos y que no estaban relacionados con nada en la naturaleza. Un tal R. H. Whittaker expuso en la revista Science una propuesta para dividir la vida en cinco ramas (reinos) denominadas animales, plantas, hongos, protistas y moneras. “Protistas” era una modificación de un término anterior, protoctista, que pretendía englobar lo que no son ni plantas ni animales.
Este texto es del libro de Bill Bryson "Una breve historia de casi todo". Por favor, cite sus fuentes.
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