ByOskarele
La importancia del ARN, del ADN, de los cromosomas, las proteínas y otras cosicas, la tenemos muy clara hoy en día, tras un intenso siglo de descubrimientos y hallazgos. Pero no era así a comienzos del siglo XX, cuando aun estaban muy lejos de entender cómo funciona la movida de la genética. Hacía falta gente despierta, atrevida y con ideas innovadoras. Afortunadamente, aquella época produjo a un señor excepcional, con el valor y la inteligencia necesaria para dar un paso pa´lante.
Su nombre era Thomas Hunt Morgan (1866-1945) y nació en los Estados Unidos. Y ya en 1904, justo cuatro años después del oportuno descubrimiento de Mendel con semillas de guisantes y todavía casi una década antes de que la palabra “gen” se convirtiera siquiera en una palabra, empezó a hacer cosas notablemente nuevas con los cromosomas, que habían sido descubiertos por casualidad en 1888 y que fueron llamados así porque absorbían en seguida la tintura y eran fáciles de ver al microscopio. Pero no se sabía para que servían, aunque se comenzaba a intuir que tenían que ver con la transmisión de los rasgos.
El bueno de Morgan eligió como objeto de estudio una mosca pequeña y delicada, llamada oficialmente “Drosophila melanogaster”, pero conocida como la mosca de la fruta o la mosca del vinagre o la mosca de la basura. Vamos, las moscas chiquiticas de toda la vida que se empeñan en meterse en nuestras bebidas y sopas. Estos pequeños insectos, aunque parezca que no, tenían ciertas ventajas muy atractivas como especímenes de laboratorio: no costaba casi nada alojarlas y alimentarla, se podían criar por millones, crecían en ná de tiempo y solo tenían cuatro cromosomas. Su simplicidad era nuestro mejor aliado.
Morgan y su equipo de ayudantes trabajaban en la Universidad de Columbia, Nueva York. Allí se embarcaron en un ambicioso programa de reproducción y cruce con millones de moscas, cada una de las cuales tenía que ser capturada con pinzas y examinada con una lupa de joyero para localizar pequeñas variaciones en la herencia.
Durante seis años intentaron producir mutaciones por todos los medios que se les ocurrieron (criándolas en oscuridad absoluta o con muchísima luz, asándolas en pequeños hornos, sometiéndolas a rayos X, haciéndolas girar en centrifugadoras)… pero nada sirvió. Tras seis años desesperantes, cuando ya Morgan estaba a punto de renunciar, se produjo una mutación súbita y repetible: una mosca tenía los ojos de color blanco en vez del rojo habitual.
La progenie que salía del cruce entre un macho de ojos blancos con una hembra de ojos rojos presentaba también ojos rojos. Esto, aplicando las leyes de Mendel, quería decir que el carácter “ojos blancos” era recesivo. Morgan denominó white al gen correspondiente, iniciando así la tradición de nombrar a los genes según el fenotipo causado por sus alelos mutantes.
Pero no solo eso: al cruzar estas moscas entre sí, Morgan se percató de que sólo los machos mostraban el carácter "ojos blancos". De sus experimentos, concluyó que algunos caracteres se heredan ligados al sexo, que el gen responsable del carácter residía en el cromosoma X, y que probablemente otros genes también residían en cromosomas específicos.
Así, Morgan y su equipo, determinaron las correlaciones entre caracteres particulares y cromosomas individuales, llegando a demostrar, por fin, para su satisfacción y la nuestra, que los cromosomas eran claves para la herencia.
Pero aun seguía en pie el siguiente problema: los enigmáticos genes y el ADN del que se componían, mucho más difíciles de estudiar y aislar. Aun en un año tan próximo como 1933, fecha en la que se le dio el premio nobel de Medicina a Morgan, muchos investigadores ni siquiera estaban convencidos de que los genes existiesen. De lo que no cavia duda era que los cromosomas estaban dirigiendo la reproducción celular.
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