LA TIERRA SE MUEVE, PARTE 1. PANGEA




Albert Einstein, en una de sus últimas intervenciones profesionales antes de morir en 1955, escribió un prologo breve pero elogioso al libro del geólogo CHARLES HAPGOOD, titulado “La cambiante corteza de la tierra”. Este libro era un ataque firme a la idea de que los continentes se estaban moviendo, con un tono burlesco y cómico, comentando como algunas almas crédulas habían apreciado una aparente correspondencia de forma entre algunos continentes…

La teoría a la que aludía Hapgood había sido postulada por primera vez en 1908 por un geólogo aficionado yanqui llamado FRANK BURSLEY TAYLOR, procedente de una familia con posibles, y libre de limitaciones académicas, porque lo que podía emprender vías de investigación bastante heterodoxas. Se sorprendió ante la similitud de formas entre los litorales opuestos de África y Suramérica, y dedujo que los continentes habían estado en movimiento en otros tiempos.

Propuso, de una forma casi clarividente, que el choque de los continentes podría haber hecho surgir las cadenas montañosas del globo, aunque sin aportar pruebas, lo que hizo que se desechase totalmente la teoría.

La historia de la ciencia está llena de listos y de listillos. A este último grupo pertenece un teórico alemán llamado ALFRED WEGENER, que, literalmente, se apropio de la idea de Taylor. Era un meteorólogo que investigo muchas plantas y fósiles que no encajaban en el modelo oficial de la historia de la tierra: aparecían insistentemente en orillas opuestas de océanos que eran demasiado grandes para ser cruzados a nado, o para que las semillas fuesen volando con el viento.

Así Wegener, desarrollando la idea que había robado al bueno de Taylor, propuso que en algún momento de la antigüedad los continentes habían formado una sola masa terrestre, que denomino Pangea, donde flora y fauna existieron, antes de dispersarse y acabar llegando a los emplazamientos actuales. Cuando publico el libro no tuvo mucha aceptación por culpa de la Primera Guerra Mundial, pero luego, en 1920 comenzó a ser tema de debate en la comunidad científica.

En aquella época todo el mundo aceptaba que los continentes se movían… pero solo hacia arriba y hacia abajo, no hacia los lados. El proceso del movimiento vertical, conocido como Isostasia, fue artículo de fe en geología durante generaciones, aunque nadie podía explicar cómo y porque se producía.

Una hipótesis curiosa era el efecto “manzana asada”, propuesta por el austriaco EDUARD SUESS, que afirmaba que la tierra fundida, tras enfriarse, se había quedado arrugada, formándose así las cuencas oceánicas y las cadenas de montañas… pero estas no estaban distribuidas de forma homogénea por la tierra, además, a principios del siglo XX ya se sabía que algunas cordilleras eran más jóvenes que otras, como los Urales o los Apalaches.

Pero la teoría de Wegener y su Pangea no fueron aceptadas inmediatamente: los escépticos plantearon soluciones del tipo “puentes de tierra”, para explicar la similar distribución de los fósiles a ambos lados de las cuencas oceánicas… y seria Arthur Holmes, aquel geólogo ingles que tanto hizo por determinar la edad de la tierra, quien aportaría una sugerencia interesante: comprendió que el calentamiento radiactivo podía producir corrientes de convección en el interior del planeta, y que estas podrían ser lo suficientemente fuertes como para provocar el desplazamiento de los continentes de un lado a otro.

Así Holmes, en su popular “Principios de la geología física” de 1944, expuso por primera vez la teoría de la deriva continental, que, en sus ideas fundamentales, prevalece hoy en día, aunque en su momento fue enormemente criticada y tachada de radical y ridícula. Sobre todo por un problema: ¿Adonde iban a parar los sedimentos que arrastraban los ríos de la tierra?

Los fondos oceánicos deberían estar llenos de estos sedimentos, pero no es así…

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