LA CAJA DE LETRAS migueldeunamuno “Hay que vivir. Y hay que dar vida.”



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la caja de letras es un reducto,

un solar; uno de esos donde jugaba cuando era niño

uno de esos descampados heridos de hierba amarilla y ladrillos

de granito, a pedazos

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Mi hermano, puesto ya del todo al servicio de la obra de Don Manuel, era su más asiduo colaborador y compa¬ñero. Les anudaba, además, el común secreto. Le acom¬pañaba en sus visitas a los enfermos, a las escuelas, y po¬nía su dinero a disposición del santo varón. Y poco faltó para que no aprendiera a ayudarle a misa. E iba entrando cada vez más en el alma insondable de Don Manuel.

(…)

-¡Qué hombre! -me decía-. Mira, ayer, paseando a orillas del lago, me dijo: “Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio conti¬nuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!» Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a pobres aldeanos, igno¬rantes, analfabetos que apenas si habían salido de la al¬dea, y he podido saber de sus labios, y cuando no adivi¬narlo, la verdadera causa de su enfermedad de muerte, y he podido mirar, allí, a la cabecera de su lecho de muerte, toda la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el hambre! Sigamos, pues, Lázaro, suicidándo¬nos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe este su vida como el lago sueña el cielo.”

(…)

-Entonces -prosiguió mi hermano- comprendí sus móviles, y con esto comprendí su santidad; porque es un santo, hermana, todo un santo. No trataba al emprender ganarme para su santa causa -porque es una causa santa, santísima-, arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están encomendados; comprendí que si les engaña así -si es que esto es engaño- no es por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi conversión. Y no me olvidaré jamás del día en que diciéndole yo: “Pero, Don Manuel, la verdad, la verdad ante todo”, él, temblando, me su¬surró al oído -y eso que estábamos solos en medio del campo-: “¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no podría vivir con ella”. “¿Y por qué me la deja entrever ahora aquí, como en confesión?”, le dije. Y él: “Porque si no, me atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a las almas de mis feligreses, para hacer¬les felices, para hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que aquí hace falta es que vivan sana¬mente, que vivan en unanimidad de sentido, y con la ver¬dad, con mi verdad, no vivirían. Que vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen vivir espiri¬tualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para… ¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque el consuelo que les doy no sea el mío”.

(…)

Después de aquel día temblaba yo de encontrarme a solas con Don Manuel, a quien seguía asistiendo en sus piadosos menesteres. Y él pareció percatarse de mi estado íntimo y adivinar la causa. Y cuando al fin me acerqué a él en el tribunal de la penitencia -¿quién era el juez y quién el reo?-, los dos, él y yo, doblamos en silencio la cabeza y nos pusimos a llorar. Y fue él, Don Manuel, quien rompió el tremendo silencio para decirme con voz que parecía salir de una huesa:
-Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?
-Sí creo, padre.
-Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cálla¬telas a ti misma. Hay que vivir...
Me atreví, y toda temblorosa le dije:
-Pero usted, padre, ¿cree usted?
Vaciló un momento y, reponiéndose, me dijo:
-¡Creo!
-¿Pero en qué, padre, en qué? ¿Cree usted en la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nos morimos del todo?, ¿cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo venidero?, ¿cree en la otra vida?
El pobre santo sollozaba. -¡Mira, hija, dejemos eso! -y añadió- reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida.

(…)

Y cuando yo iba a levantarme para salir del templo, me dijo:
-Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me ab¬suelves?
Me sentí como penetrada de un misterioso sacerdocio, y le dije:
-En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.



            San Manuel Bueno, Mártir 1931 Miguel de Unamuno

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