PRIMERA CITA.



Un relato de Fulgencio García García

Uno, dos, tres tonos. «Si ya no contesta, cuelgo».

Es la primera vez que uso un servicio de citas profesional, pero es que he llegado a hastiarme del sexo: desde mi primera novia del pueblo, con catorce años, que quería que nos lo montáramos con el burro de su padre — quería que nos lo montáramos con el solípedo ungulado propiedad de su progenitor; era rara, pero no diré más —, hasta ayer, lo he probado todo.

Luego estuvo la nacionalista universitaria que empleaba todo su esfuerzo en hacerme entender que, bajo el yugo de la dictadura, toda su comunidad había sido reprimida. Me pegué la bandera autonómica en la carpeta, en la cazadora; aprendí su lengua, perdida en la noche de los tiempos, y disfruté de las palizas de la policía foral y del sexo carcelario. Cuatro años, hasta que comprendí que, con la carrera terminada y una beca, mi mundo comenzaba a expandirse más que el suyo.

Vinieron muchas más, becarias y no becarias. Jóvenes y mayores. Durante los meses del frío invierno norteño europeo y, tal cual llegaron, partieron. No dejaron mucha huella, ni muchas manías extravagantes, que yo recuerde. O puede que sí. Sí, estoy seguro de que sí.

Al fin, me instalé en la placidez de la treintena, de años y de parejas, para poder experimentar con la sapiencia adquirida en los muchos y variados encuentros sexuales. Y he llegado aquí, a mis casi cuarenta, de vuelta en mi ciudad, y recurriendo a las agencias donde debería buscar al báculo de mi vejez, mi media naranja y otros tantos tópicos trasnochados. Pero lo que quiero es la experiencia extrema, la mejor experiencia sexual de toda mi vida.

« ¿Diga?»

Maldición, contesta. Di algo. Eres quien eres. No te cortes ahora.

«Soy… Número Veinticuatro, moreno, alto, atractivo, con mundo. La agencia me ha dado tus datos, y creo que tú tienes los míos. Me gustaría quedar, pero no me tengo foto. ¿Cómo nos reconoceremos?»
Bien. Torpe, directo, pueril, machista y prepotente, pero. Creo que queda expuesto de manera evidente lo que quiero.

«Esperaba tu llamada. Es un poco tarde, pero aun así, debemos vernos. Cuanto antes. Hoy mismo, si te parece bien. En la Plaza Mayor. Llevaré un abrigo rojo corto, zapatos rojos y medias negras. Soy alta, morena, delgada. Será fácil encontrarme. Búscame a los pies del caballo dentro de tres horas. Chao.»

Ni despedirme he podido. Es incluso más directa y prepotente que yo, y más segura de sí misma. Puede funcionar. Alguien que me frene, que ponga límites a mis tonterías y sentido común a mis aficiones extravagantes. Rápido, a la ducha, a afeitarme, a buscar la camisa planchada y los pantalones nuevos.

No he tardado tanto en llegar como pensaba. Y la noche es extraña. Huele a lluvia, a tierra mojada, pero es junio y aquí nunca llueve en junio. No hace calor. Y las chicharras y los pájaros están en silencio. Todas las personas a mi alrededor visten con colores oscuros, así que aquella mancha roja debe ser ella. Mírala. Es una diosa. Pechos turgentes apretados, piernas infinitas, melena negra larga, y labios profundos, también rojos, como el abrigo. Me extraña esto último, pero puedo imaginar que no lleva nada debajo, más que un conjunto mínimo, y ya se me ha olvidado preguntar el por qué de la prenda invernal.

Me ha sonreído, así que yo debo ser yo, y ella debe ser ella. Se apresura en acercarse a mí, y me extiende la mano. Enguantada. En junio.

«Hola, Número Veinticuatro. Pensé que no llegabas. Habría estado muy feo. Basta de prolegómenos. Tengo una habitación en el hotel de la esquina, y quiero que veas algo que traigo escondido bajo este abrigo.»

Horror. Es una maniaca. Una asesina en serie. Un travestido peligroso, capaz de descuartizar y comerse a sus víctimas. Un…

«Si tú me hubieras hecho una proposición tan directa, ¿cabría pensar que eres un pervertido violador asesino de lindas muchachitas?»

De acuerdo, quizá he pensado en voz alta, aunque no recuerdo haberme oído. Dejo que me dé su mano, fría a pesar del guante, y que me conduzca hacia el hotel. Llegamos en un suspiro. No hemos hablado durante el trayecto, y creo que no ha hecho falta. Cruzamos el vestíbulo sin saludar, ella lleva la llave magnética en la mano. Supongo que estaba en el bolsillo del abrigo, y que no me he fijado cuando la ha sacado. Esperamos el ascensor. Entramos y pulsa el número cinco. En unos segundos la puerta se vuelve a abrir, quinta planta. Vamos hacia la habitación veinticuatro.

« ¿No es una curiosa casualidad?» Ni respondo, mi excitación es mayúscula, jamás ninguna chica había conseguido turbarme de esta manera. Mete la llave en la ranura, empuja la puerta, la cierra de golpe y, sin que pueda siquiera chistar, me empuja. Nada de luz. Al suelo. Creo que me va a gustar. Me coge del pelo, se sube a caballo mío y me pregunta si quiero ver lo que hay debajo del abrigo. Santo Dios, claro que quiero.

«No le mezcles a Él en esto. Estamos solos, tú y yo.»

¿Qué ha querido decir con eso? Me pongo de pie, me atrae hacia ella. Se ha quitado un guante. La mano es delgada, juraría – si pudiera verla bien – que es esquelética. Me vuelve a coger del pelo y me tira la cabeza hacia atrás. Y entonces, en su pupila negra como la noche, puedo ver un dibujo, demasiado claro. Quiero gritar, salir huyendo. Pero siento que es tarde, porque mi cuerpo apenas responde. Y mi última visión es esa lápida en su ojo, en la que leo mi nombre, en la que se dibuja lentamente la fecha de hoy. Y el abrigo rojo y la melena negra desaparecen bajo la guadaña y la capa negra, eterna, de la Parca.

Me invade una sensación de placer y miedo y horror. Vaya un desastre de primera cita, es mi último pensamiento. No creo que me apetezca repetir.

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