TATUAJE
Un relato de Fulgencio García García
El día que la conocí decidí tatuarme su nombre. Fue un acto impulsado por el abrasador deseo que me inundó de inmediato. Su rostro era níveo, coronado en los pómulos por sendos rosetones juveniles que la aniñaban aún más. Sus manos, delicadas y frágiles, y su piel, de cristal. Su sonrisa pareía dibujada por el mismísimo Leonardo y su busto… su busto… Qué decir de su busto. Así que me tatué su nombre en el pecho, justo al lado de mi corazón.
Pero no le pareció suficiente.
Al caer unas pocas hojas del calendario, me clavó una pregunta en las sienes: ¿Y si ya no la quería? ¡Cómo podía decir eso! Mi luz en las tinieblas, mi amanecer pleno de rocío en la primavera de mis días, se atrevía a insinuar que podía ser que ya no besara por donde pisaba. Así que decidí tatuarme su perfil, enmarcando el nombre, y ocupaba casi la mitad de mi torso. Obligué al tatuador a repetirlo dos veces, y soporté un dolor inenarrable en los procesos de creación y borrado, para que fuera lo más fiel posible al original. Quería que comprendiera, y así lo hizo, que necesitaba ver su rostro a cualquier hora del día, en cualquier lugar y situación.
Pero consideró que no le demostraba mi amor aún.
Se fueron las noches detrás de los días y el fantasma del desamor me acechaba a la vuelta de cada esquina. No conocía ya maneras por las que demostrar mi absoluto delirio por su tez pálida, por su tesoro venusiano escondido, por sus andares felinos e inquietantes. Volví a la casa de mi psicólogo de cabecera y me recomendó que, de nuevo, martirizara mi maltrecha piel. El artista de la aguja y el autoclave, de la tinta y el algodón se frotó las manos. Me estaba convirtiendo en su mejor cliente. Me borré la imagen anterior, excepto el nombre, y le entregué una foto de cuerpo entero, semidesnuda, tumbada en la playa. Quería que me tatuara lo más grande posible el cuerpo de mi diosa, el motivo de mi religión. Le llevó cerca de un mes en sesiones continuas de tres horas por la mañana y otras tantas por la tarde el recrear la piel en mi piel, la expresión de su rostro en el mío, su virginal perversidad en mi cuerpo pecador.
Pasaron sesenta días hasta que volví a escuchar vibrar su voz entre sus labios: ¿estaba convencido de que era lo máximo que podía hacer para gritar a todo el mundo que no había otra como ella?
Mi tatuador me recibió con una botella de champán y una bandeja de pasteles. Me desnudé, le mostré mi cuerpo, que él ya conocía hasta en los pliegues más escondidos, y me comentó sin apenas darle importancia que existía una aguja china especial, muy rara y costosa, que podría conseguir el tatuaje perfecto, el más verosímil que se pudiera dibujar sobre materia viva. Le agarré de los brazos. Le rogué que la buscara, le pagaría con mi alma y mi sangre, y me dio cita para pasados otros dos meses.
Un año, llevaba escuchando sus cuitas sobre mi probable desamor y dejadez un año. Le pedí paciencia, tiempo, una pequeña señal de que confiaba en mí. No me la dio. Se marchó un buen día de primavera con un niño de papá barbilampiño y aseado al que le daban pánico las agujas. Me dejó solo su retrato en mi cuerpo.
Entonces recibí la llamada. Mi tatuador había encontrado la aguja china, y quería saber si deseaba experimentar hasta el fin. Abrumado por el hecho de ser un cuadro andante y de estar solo, le dije que sí. Fijamos cita para el día después, veinticuatro horas eternas. Me presenté, abatido, en su estudio; me desnudé. Su cuerpo estaba en el mío, apenas se distinguían las formas perfiladas de las naturales y era difícil discernir cuál era el hombre y cuál la mujer. El tatuador cerró con pestillo, encendió unas velas, y pronunció unas palabras. Giró su cabeza hacia mí, y formuló la pregunta de nuevo. Sí, estaba preparado. Calentó la aguja en una llama de alcohol, y pinchó. Directo en la inicial de su nombre, directo al corazón. Apretó hasta llegar a la empuñadura. Sentí bajar algo caliente hacia mi interior, algo que me perforaba más allá de la carne y la sangre. Quise gritar y no pude. Giré las manos horrorizado, la tinta se estaba yendo hacia las capas más profundas de la epidermis, como si el pinchazo en la “A” primera, en el centro de mi ser, fuera un simple desagüe. La garganta se me cerró, la nariz se colapsó. Me mareé y no pude ver nada más, ni sé cuánto tiempo estuve tirado en el suelo del estudio.
Cuando me levanté, pedí un espejo al tatuador. No quiso en principio, la respiración era entrecortada y le notaba extasiado. Su rostro reflejaba la ansiedad y la locura del creador supremo ante su obra maestra. El espejo, repetí.
Y fue entonces, al ver mi reflejo, cuando una lágrima hecha del más fino cristal se resbaló por el perfil níveo con el que siempre había soñado. Mis labios carnosos enmarcaban la sonrisa imaginada por Leonardo, y mi busto… mi busto… Qué decir de mi busto…
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