DE LOS AMIGOS. DE HUMANO DEMASIADO HUMANO. Nietzsche.
(β)
Sólo medita por una vez para ti mismo cuán diversos son los sentimientos, cuán divididas están las opiniones, aún entre los conocidos más íntimos; cómo incluso opiniones idénticas tienen en la cabezas de tus amigos un lugar o una intensidad enteramente diferentes que en la tuya; cuantísimas veces se presenta el pretexto para el malentendido, para la divergencia hostil. Después de todo ello, te dirás: ¡qué inseguro es el terreno sobre el que descansan todas nuestras alianzas y amistades, qué cerca está los chaparrones o el mal tiempo, qué aislado está todo hombre! Si alguien comprende esto y además que todas las opiniones y su índole e intensidad son entre semejantes tan necesarias e irresponsables como sus acciones, si se percata de esta necesidad interna de las opiniones a partir de la inextricable imbricación de carácter, ocupación, talento, entorno, tal vez se libre entonces de la amargura e incisividad de ese sentimiento con que el sabio exclamó: «¡Amigos, no hay amigos». Más bien se confesará: sí hay amigos, pero es el error, la ilusión acerca de ti lo que los ha conducido a ti; y deben aprender a callar para seguir siendo amigos tuyos; pues casi siempre tales relaciones humanas estriban en que nunca se digan, ni siquiera se rocen, cierto par de cosas; pero en cuanto estas piedrecitas echan a rodar, la amistad va detrás y se rompe. ¿Hay hombres que no resultarán mortalmente heridos si se enterasen de lo que sus más íntimos amigos saben de ellos en el fondo? Al aprender a conocernos a nosotros mismos y a considerar nuestro mismo ser como una esfera cambiante de opiniones y disposiciones y, por tanto a menospreciarlo un poco, restablecemos nuestro equilibrio con los demás. Es verdad que tenemos buenas razones para despreciar a cada uno de nuestros conocidos, aunque sean los más grandes; pero igual de buenas para volver este sentimiento contra nosotros mismo. Y así, soportémonos unos a otros, ya que nos soportamos a nosotros; y tal vez le llegue a cada cual algún día también la hora más jubilosa en que diga:
«¡Amigos no hay amigos!», exclamó el sabio moribundo;
«¡Enemigos, no hay enemigos!», exclamo yo el loco viviente.
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