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En 1947, la India se convirtió en país independiente.
Entonces cambiaron de opinión los grandes diarios hindúes, escritos en inglés, que se habían burlado de Mahatma Gandhi, personajito ridículo, cuando lanzó, en 1930, la marcha de la sal.
El imperio británico había alzado una muralla de troncos de cuatro mil seiscientos kilómetros de largo, entre el Himalaya y la costa de Orissa, para impedir el paso de la sal de esta tierra. La libre competencia prohibía la libertad:
la India no era libre de consumir su propia sal, aunque era mejor y más barata que la sal importada desde Liverpool.
A la larga, la muralla envejeció y murió. Pero la prohibición continuó, y contra ella lanzó su marcha un hombre chiquito, huesudo, miope, que andaba medio desnudo y caminaba apoyado en un bastón de bambú.
A la cabeza de unos pocos peregrinos, Mahatma Gandhi inició una caminata hacia la mar. Al cabo de un mes, tras mucho andar, una multitud lo acompañaba.
Cuando llegaron a la playa, cada uno recogió un puñado de sal.
Así, cada uno violó la ley.
Era la desobediencia civil contra el imperio británico.
Unos cuantos desobedientes cayeron ametrallados y más de cien mil marcharon presos.
Presa estaba, también, su nación.
Diecisiete años después, la desobediencia la liberó.
Galeano.
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