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"Cuida tus pensamientos -decía el líder político y espiritual de la India- porque se volverán palabras. Cuida tus palabras porque se volverán actos. Cuida tus actos porque se volverán costumbres. Cuida tus costumbres porque forjarán tu carácter. Cuida tu carácter porque formará tu destino. Y tu destino será tu vida". Ghandi.
Entre los destrozos de la guerra, habrá que contar, aunque ningún organismo internacional se encargue de ello, la aniquilación de las palabras, la destrucción de los conceptos.
"Daños colaterales", por ejemplo, es un modo hipócrita de llamar a los asesinatos masivos de civiles que no combaten, que no están armados, que son, en su mayoría, niños, mujeres y ancianos. La mayoría de los muertos en la guerra, no son soldados (quienes, al fin y al cabo, eligen como profesión matar y morir). Lo dicen las cifras que están en los diarios, ante nuestros ojos. Los niños masacrados, por ejemplo, no son colaterales a nada. Ellos, y otros tantos y tantos civiles, son los daños centrales, los más numerosos e irreparables; los más cruentos, esenciales e inocultables de la guerra. Las guerras se hacen para matar (si no fuera así, las palabras resolverían los conflictos); por lo tanto, la muerte es en ella un objetivo central y no una consecuencia colateral. El que más mata, está más cerca de acabar con su enemigo y, así lo cree, de obtener la victoria. La guerra no es por puntos, es por muertos.
"Escudo humano" es otra combinación de palabras que vacía de sentido el lenguaje. Con ello se trata de decir que alguien (otra vez, mujeres, niños, ancianos, hombres indefensos) se "interpuso" en el camino de las balas o de los misiles. En cualquier párrafo que contenga la palabra "humano", ésta debería iluminar y orientar el sentido de la frase. Lo humano es un fin en sí mismo y, como tal, debería ser respetado y honrado. Atravesar a un ser humano impunemente con el pretexto de que es un escudo equivale al desprecio de esta máxima ética. Cuando justifico la muerte de un semejante con la excusa de que él se cruzó en el camino de mi bala, mi bomba o mi misil, con esa misma justificación hiero de muerte a mi propia condición humana. En la guerra, cientos de muertes se justifican con la explicación de que los muertos eran escudos humanos. Grosero error. No eran escudos. Eran humanos.
"Defensa" es otra palabra que perdió su sentido en esta guerra. Dejó de ser el vocablo que designa a las medidas de protección contra un peligro de cualquier tipo para convertirse, como una paradoja cruel, en la excusa para atacar, arrasar, destruir y poner en peligro todo tipo de vida. En lo que va del siglo XXI, la política internacional ha sido el vehículo de perversión de dos palabras: "prevención" y "defensa". Las guerras son ahora preventivas y defensivas. Las coartadas para desatarlas poco importan. Armas nucleares que no existen, la captura de dos soldados (¿ser capturado no es un gaje del oficio militar?). Con eso alcanza para prevenirse o defenderse arrasando países y vidas. ¿Cómo prevenirse y defenderse de quienes previenen y defienden así?
La palabra "diplomacia", malherida desde hace tiempo, agoniza. La ciencia de establecer consensos entre intereses diversos, de equilibrar desigualdades en torno de objetivos comunes y de atender al fin último de la convivencia humana ya no parece ser tal. Se ha convertido en una suerte de mercado de viles regateos en el que ninguna regla vale ni es aceptada si no trae beneficio propio, y en el que cien o doscientos muertos más o menos no importan. Con esta luz, los estadistas del siglo XXI (cuyos hijos no van a las guerras, no mueren en los campos de batalla ni en las ciudades arrasadas) se convierten en un grupo muy peligroso para la especie humana, porque, en sus regateos, lo humano, precisamente, aparece como el último factor por considerar, si aparece.
Da pena; desalienta escuchar explicaciones políticas y estratégicas para una tragedia en la que lo único real son los muertos. Genera impotencia observar con qué facilidad se desarrollan hipótesis y teorías y con qué indiferencia se desprecia y olvida el dolor, la muerte de seres reales, de carne y hueso. La sangre que se derrama en la guerra no es libanesa, palestina o israelí. Es humana. Cualquier prueba de laboratorio lo demostraría. Aunque sería deprimente tener que llegar a eso para recordar algo tan elemental.
En la guerra mueren seres humanos y muere la palabra que los nombra. Y cuando muere la palabra "humano", perecen la solidaridad, la empatía, el amor, la cooperación, la justicia, la semejanza, la comprensión.
La palabra es humana. La palabra nos hace humanos. Morimos cuando ella muere. Somos violados cuando es violada. Nos vaciamos cuando es vaciada. Como decía Ghandi, ella se hace acto, costumbre, destino y vida. Contémosla entre las víctimas de la guerra.
Fuente: Algunos párrafos extraídos del diario La Nación.
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