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“Amo a mi país. Mis padres son europeos (el 90% de mis parientes viven en el Viejo Continente), mi hermano lleva cuatro años en los EE.UU. con su familia y mi hijo mayor está radicado en Europa, como tantos amigos. A todos los lleva un común denominador: buscar una mejor calidad de vida que en nuestro país. ¿Tienen allí una fórmula simple? ¿Entre nosotros existe una crisis de valores? ¿Podemos lograr un cambio a partir de los valores? Para mí no es un tema de diferentes culturas, el ser humano es mucho más parecido que diferente. Las necesidades de pertenencia, de ser respetados, de vivir en coherencia, son innatas. Todos queremos mejor calidad de vida en nuestro país. Si el cambio no viene de arriba hacia abajo, ¿lo buscamos de adentro hacia afuera?”
Alex Collard Bovy.
Fue al promediar los años 50 y acercarse los 60 del siglo XX cuando se comenzó a hablar de calidad de vida. El término partía de la naciente preocupación por el deterioro progresivo del medio ambiente y sus posibles (y temibles, como sabemos hoy) consecuencias. Hacia los años 80 ya el concepto contemplaba varios factores: la salud, el hábitat, las relaciones, la comodidad; el bienestar general. ¿Pero cómo medir ese bienestar? ¿Según lo material? Habría entonces una directa relación entre calidad de vida, posesiones y poder adquisitivo. Así, quien más tiene, mejor calidad de vida demostraría. ¿Según la educación? Habría que deducir que a mayor nivel de instrucción correspondería una calidad existencial superior. ¿Según la salud mental? Quien no estuviera bajo un diagnóstico de patología en ese terreno podría decir que su calidad de vida es alta. ¿De acuerdo con lo vincular? A mayor cantidad de relaciones y de sociabilidad correspondería un índice más alto de calidad. ¿Por el éxito social, laboral o profesional? Los propios investigadores sociales no terminan de ponerse de acuerdo en torno del concepto "calidad de vida" y de cómo cuantificarlo.
Mientras tanto, algunas manipulaciones oportunistas empujan a convertirlo en sinónimo de confort. Pero no lo es. No se trata de estar a la última moda en materia de artefactos, ropa y vehículos; de habitar en lugares exclusivos, de visitar los restaurantes más caros, de beber los elixires más exquisitamente destilados y ni siquiera de mudarse a los países de economías más desarrolladas para decir que se goza de una alta calidad de vida. Esta no se genera de afuera hacia adentro ni de arriba hacia abajo (en este último caso con televisores, lavarropas o lo que fuera para todos), como apunta nuestro amigo Alex. Las personas que no encuentran sentido ni trascendencia en sus vidas pueden llevar el malestar existencial a los escenarios más maravillosos, mudarlos a los países más lejanos o padecerlo mientras usan artefactos de última generación. De hecho, los económetras maniáticos de los índices y estadísticas cada vez que se proponen medir la felicidad promedio de una sociedad suelen encontrarse con que la relación entre los apabullantes números de la economía y la armonía emocional y espiritual suele ser inversa (ha ocurrido en los Estados Unidos, en los países escandinavos y en Gran Bretaña, entre otros casos recientes).
No se trata de proponer un cóctel de felicidad y pobreza. Sería hipócrita. Pero la calidad de vida tendría que ser rastreada en dos niveles: el individual y el colectivo. El primero tiene que ver con la autorrealización, estado que se alcanza cuando, atendidas las necesidades esenciales de supervivencia, se puede honrar a las de afecto, vinculación y pertenencia para, por fin, trascender hacia los otros y hacia el mundo realizando las potencialidades más propias, esenciales e intransferibles de cada quien. Esto no es automático, requiere conciencia, constancia, indagación, compromiso y trabajo existencial. Es responsabilidad de cada individuo. Por supuesto, será más factible si se vive en un medio en el que se respetan y fortalecen las normas de convivencia, donde dinero, poder y consumo no son fines venerados que justifican cualquier medio, donde la solidaridad, la empatía y la cooperación son valores de práctica cotidiana y no simple materia de discursos manipuladores y perversos, y donde la responsabilidad social es algo más que un argumento de marketing. Cuando una sociedad integra de modo equilibrado y sinérgico estos niveles, el individual y el colectivo, sus integrantes podrán decir, y sentir, que viven una vida de calidad (de esto se trata, antes que de la meneada calidad de vida). Y no necesitarán buscarla en otro lugar.
Sergio Sinay
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