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La inserción de la naturaleza en la cultura.
Seguramente uno de los problemas más interesantes para los seres humanos es el de su propia definición. Es bastante común que nos entendamos a nosotros mismos a partir de la contraposición con las cosas que ocurren a nuestro alrededor; según nos dice la psicología evolutiva, uno de los mayores logros del bebé, a los pocos meses de haber nacido, es darse cuenta de que la realidad no es una prolongación natural de su propia mano, sino que es “algo distinto”, “totalmente diferente”.
Esa experiencia, por la que todos hemos tenido que pasar, configura uno de los principales mecanismos de clasificación de la realidad para el ser humano: lo “mío”, que está dentro de mí (de alguna manera), y lo “no mío”, que es externo a mí, y con lo que interactúo. En esta relación bipolar elemental parece excluirse una cosa que no es “mía” pero que se comporta “como yo”: el resto de los seres humanos. Aunque pueda parecer muy elemental, tal mecanismo de inclusión-exclusión funciona no sólo en tanto que individuos, sino en cuanto especie, con el resultado de que, con mayor o menor grado de comunión con la naturaleza, el ser humano en todas las culturas se ve como una singularidad en la realidad, y una singularidad que se integra de algún modo en el todo de su cosmovisión. Precisamente ese “de algún modo” es lo que configura la relación simbólica hombre-naturaleza.
En efecto, el ser humano, que de manera constante se pregunta por sí y por la relación con las demás cosas, articula la realidad en torno a lo que se viene llamando “cul-cohetura”. Bajo este término se conjuntan modos de vida, costumbres, arte, tecnología, relaciones políticas y demás de los diversos grupos humanos y en diversos momentos de la historia. Ahora bien, en muchas ocasiones, al entenderse que la cultura tiene que ver con el “espíritu” –y, por lo tanto, con el ámbito en que cada quién adquiere conciencia de sí y le da sentido a la realidad–, parece dejarse de lado a la naturaleza, determinándola nada más como ese sustrato material en que se desarrolla. Es más, la reflexión sobre la cultura de buena parte del siglo XX –eurocéntrica en sus raíces– se cebó en la idea de que sólo las culturas más primitivas conceden a la naturaleza un valor preponderante en el discurso antropológico, mientras que las más desarrolladas o evolucionadas la ven tan sólo como un sustrato. De este modo, a medida que una cultura va madurando y se va haciendo más compleja, parece querer abandonar paulatinamente su dependencia de la naturaleza, esto es, del orden de lo “físico”.
Así, de manera general podemos afirmar que el ser humano se sabe unido a la naturaleza, mas al mismo tiempo poseedor de algún rasgo cualitativo que lo distingue de ella; esa relación paradójica se expresa en la cultura de múltiples maneras, como pueden ser las manifestaciones artísticas (naturaleza como expresión de los estados de ánimo), religiosas (la vuelta a la simplicidad natural taoísta o el acceso a lo divino a través de la unión mística con la naturaleza) o científicas (todos los procesos de explicación del universo a partir de conjuntos de leyes). Sin comprender esa tensión cultural, es imposible plantear escenarios sostenibles realistas, pues la voluntad de sobrevivir de nuestra especie, en este momento histórico, no parece ser suficiente si va ligada tan sólo al desarrollo científico-tecnológico. Para que el sistema tecnocientífico sea realmente una herramienta de desarrollo humano, debe insertarse en el universo simbólico de las diversas culturas (en la medida en que éstas lo demanden), y hacerlo de forma propositiva e integradora de lo humano en el orden natural.
José Antonio Hernanz
http://www.uv.mx/cienciahombre
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