AHOGADOS EN BANALIDAD.

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El 28 de julio de 1998, en Arles, el filósofo francés Christian Delacampagne terminaba de escribir un libro que, según su propia confesión, "nació de un rapto de cólera". A Delacampagne (que murió en 2007, a los 58 años, y fue director del Centro Cultural Francés en Barcelona, Madrid, El Cairo y Tel Aviv, profesor en la Universidad Johns Hopkins y colaborador de Le Monde , además de autor de una reconocida Historia de la Filosofía del siglo XX ) le indignaba la indiferencia que observaba a su alrededor respecto de los crímenes masivamente organizados, como el genocidio de los tutsis en Ruanda o el etnocidio en Serbia. Lo sublevaban también la liviandad y el creciente negacionismo que percibía en torno de hechos monstruosos de la historia humana, como el Holocausto o el genocidio de armenios en 1915.

El libro de Delacampagne se titula La banalización del mal , su lectura es recomendable y movilizadora y es interesante tomar de él su concepto de banalización. Sobre todo hoy y aquí. Después de estudiar con lucidez, con dolor, con fundamentos y con furor la forma en que se manipulan conceptos para deformar visiones de la historia (y así explica cómo las bombas nucleares arrojadas en Hiroshima y Nagasaki no tenían como fin amedrentar a los japoneses, por entonces extremadamente debilitados, sino impresionar a los soviéticos, que se perfilaban como los enemigos en la inminente Guerra Fría), Delacampagne subraya algo esencial: si no se respeta el sentido de las palabras, si se mezcla todo, los conceptos se confunden y se vacían. Eso es la banalidad. El vaciamiento irresponsable de las palabras y de lo que ellas dicen, hasta que pierden su sentido. Logrado eso, es posible manipularlas del modo en que se desee.

Dictadura, tortura, desaparecidos son palabras cuyos significados resultan aterradores. Nombran lo que a veces no alcanza a caber en una palabra. Hasta el 8 de agosto de 1945 (cuando Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética firmaron el Tratado de Londres) no existía el concepto "crimen de lesa humanidad". Y recién en Nuremberg, en el fallo del Tribunal Militar Internacional dado el 18 de octubre de 1945, se escuchó por primera vez la palabra genocidio. A tal punto son términos precisos, a tal punto nacieron para nombrar lo que era o innombrable o inimaginable. A tal punto deben ser preservados para saber de qué se habla cuando se los pronuncia o escribe.

La banalización, producto del uso ligero e irresponsable de las palabras o de su manipulación premeditada, procura que se olvide lo que ellas contienen. Si se logra que pierdan su significado quedan aptas para ser usadas de cualquier modo, en cualquier contexto y con cualquier fin. Ya no revelan una realidad, sino que son usadas para ocultarla, desvirtuarla o intentar cambiarla. La banalización de conceptos que deben ser preservados y honrados (para que no se repita aquello que los originó) convierte a éstos en envases vacíos, y cuando dejan de evocar lo que significan su pronunciación acaba por generar indiferencia. La banalización, por fin, no es nunca producto de la ingenuidad. Proviene de la mala fe. Jean Paul Sartre definía a la mala fe (en El ser y la nada ) como la actitud de quien, sabiendo lo que ocurre, y consciente de lo que hace, pretende hacer como que no sabe. Quien actúa de mala fe sabe siempre lo que hace.

Hay demasiada banalidad hoy y aquí. Se banaliza una historia dolorosa y aún no saldada cuando con un fin mezquino y coyuntural, en el que se combinan rencores personales y voracidad de poder por el poder mismo, se carga desde ese poder contra una empresa privada (Papel Prensa), o contra medios y periodistas no cooptados, creando historias insostenibles y manipulando en la embestida conceptos que no pueden rifarse así nomás a riesgo de que luego nada signifiquen. Hay banalidad en la tergiversación permanente de la historia (que incluye citas erróneas de fechas, de nombres y hasta de categorías económicas, políticas o científicas) para acomodarla a los fines del presente.

También hay banalidad en otros sectores de la sociedad, cuando se llama lucha a lo que son simples transgresiones. Cortar calles y rutas, tomar escuelas y edificios, actuar desde la prepotencia del número, negando o impidiendo el sonido de otras voces, confundiendo a menudo urgencias, conveniencias, intereses o deseos con derechos, no es sinónimo de lucha. Si lo fuera, ¿qué palabra queda entonces para nombrar a gestas heroicas, dramáticas o trágicas, algunas exitosas, otras no, que se emprendieron en circunstancias adversas, de extremo riesgo de vida, y en defensa de valores humanos sin los cuales lo humano mismo desaparecería? Y a propósito de esto, si los derechos humanos son invocados con liviandad y oportunismo aun por algunos de quienes dicen defenderlos, y pasan a ser medios y no fines, sólo se logra banalizar un precioso concepto. ¿Cómo recuperar, después, si fuera necesario, lo que ellos significaban?

Hay banalidad cuando en los partidos de oposición todo parece reducirse a una lucha por la pole position en la lista de candidatos. Si eso es oponer una política a otra, una necesaria utopía a una realidad perversa, ¿qué significan entonces las palabras política, programa o acuerdo? ¿Cómo reintegrarles un contenido?

En su libro, de vigorosa vigencia también a la luz de lo que ocurre en la inquietante Europa de Sarkozy y Berlusconi, Delacampagne rescata una idea del filósofo y lingüista austríaco Ludwig Wittgenstein. Este decía que sólo se sabe de verdad el significado de una palabra cuando se conoce su gramática, es decir, las reglas de su uso correcto. No es una apreciación superficial cuando la banalidad arrecia, cuando nos deja sin herramientas para apreciar, valorar y transformar la realidad y hasta nos muestra cómo, en su adicción bulímica a Twitter, mandatarios, ministros, funcionarios, opositores y todo tipo de personajes representativos de la sociedad (no sólo en la política, también en la farándula, el deporte, la cultura) exhiben impúdicamente su desconocimiento de aquella necesaria gramática, cuando no su ignorancia acerca de la ortografía y el deletreo. La banalidad, en fin, es más que una cuestión semántica: es moral.

Sergio Sinay.

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