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El gran pianista y compositor ruso Igor Stravinsky (1882-1971), autor de La consagración de la primavera y a quien se consideró el gran renovador del ballet, dijo alguna vez: “Escuchar es un esfuerzo, oír no tiene ningún mérito. También oyen los patos”. Existe, en efecto, una diferencia entre oír y escuchar. El sentido del oído nos permite captar los sonidos. Escuchar es la acción de discriminarlos, decodificarlos, distinguir una onda sonora de otra, captar lo que una palabra significa, registrar las inflexiones de una voz, la melodía en la música, el susurro del viento, el rugido del mar.
Escuchar es lo que nos permite advertir la alegría o la aflicción con que alguien habla, su ira o su esperanza. Todas las especies, las animales y la humana, están capacitadas para cumplir con la función fisiológica de oír. Esto es independiente de la voluntad. Podemos entornar los párpados para no ver, pero las orejas carecen de párpados, de manera que oímos siempre.
Oímos el bullicio de la calle, los sonidos de la Naturaleza, oímos gritos de odio y de dolor, oímos, como una música de fondo constante, las voces que parlotean en los televisores aunque nadie vea las pantallas. Nos embutimos nuestros auriculares y partimos hacia el mundo, intoxicándonos de esos ruidos que martillean sin piedad en el interior de nuestra cabeza, mientras, simultáneamente, no escuchamos a quienes nos rodean y acaso nos piden auxilio, nos ofrecen amor, nos cuentan un pensamiento revelador.
Sostenía el gran pensador alemán Erich Fromm (autor de El arte de amar y El miedo a la libertad) que escuchar se convierte en arte cuando podemos hacerlo sin miedo, con simpatía y amor. Esta actitud define a lo que podemos llamar escucha receptiva. Es un modo de escucha en el que nos abrimos a la palabra del otro, nos abrimos a los silencios (que también están cargados de sentido y necesitan ser escuchados). Recibimos aquellas palabras sin juicio, dejándolas resonar en nosotros, permitiéndoles estimular nuestras sensaciones y emociones, atendemos a aquello que nos evocan. En la escucha receptiva la palabra del otro es siempre nueva (aunque diga cosas que ya hemos oído) y así es recibida y celebrada.
La escucha receptiva tiende un puente entre las personas y es esencial para la comunicación verdadera y profunda. Requiere tiempo y presencia.
Cuando creemos que los otros son prescindibles, que sólo merecen ser tenidos en cuenta de acuerdo con la utilidad que tengan para nosotros, dejamos de escucharlos aunque, aparentemente, conversemos con ellos. Cuando ponemos más el acento en la conexión virtual (vía chat, mail, celular, mensaje de texto, etc.) que en la comunicación real (que es siempre artesanal y se construye con tiempo, presencia, mirada, contacto físico, temperatura emocional), también dejamos de escuchar. Y cuando dejamos de escuchar al otro, cesamos también de escuchar nuestras voces internas. Es que la escucha tiene doble vía y, cuando está abierta, capta tanto al otro como a nuestras propias necesidades, ritmos, voces y silencios interiores.
Quien no escucha, no se escucha. Sólo se rodea de estruendo, de ruido, de bullicio. Y todo esto suele ser una vía de escape para no asumir las grandes y permanentes preguntas que nos hace la vida acerca de qué haremos con ella.
Zenón de Elea, filósofo griego anterior a Sócrates, advertía que se nos habían dado dos orejas y una boca, para que escucháramos el doble de lo que hablamos. Se trata de no desperdiciarlas llenándolas de contaminación sonora e incomunicación.
La voz del interior.
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