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El juego es sencillo. Todas las mañanas Flavia y yo, una vez cada uno, subimos al blog una foto de la primera página de un libro. Luego, mientras los lectores tratan de adivinar el autor y el título, el responsable de la elección escribe algo que a media tarde se inserta discretamente como comentario acompañado de otra foto, esta vez de la tapa.
Para los lectores, el juego no es lo más apasionante que pueden encontrar. En primer lugar no hay ningún premio y, lo que es peor, ese tipo de acertijos ha perdido toda dificultad desde que existe el Google. Hay quienes se enorgullecen de acertar sin haber utilizado el buscador, pero no hay modo de comprobarlo. Así es como en los dos meses que llevamos proponiendo primeras páginas, siempre acertó alguien excepto el día en que se me ocurrió poner un libro uruguayo muy malo que no había leído previamente.
Es que eso es lo que sucede cada vez más seguido y en esas pocas horas de plazo no sólo hay que escribir sobre el libro sino también leerlo. En mi caso, esto sucede por una razón que nunca se me habría ocurrido antes de empezar con el juego. Los primeros días, cuando suponía que elegir los títulos de la semana no iba a llevarme más que unos minutos, advertí que había caído en una trampa mortal, ya que nuestra biblioteca se puede dividir en tres partes: los libros que no leí, los libros que leí pero de los que escribí recientemente y los libros que leí pero de los que no me acuerdo lo suficiente como para decir algo que exceda el lugar común. De modo que este pasatiempo inofensivo se transformó para mí, que soy un lector de únicas lecturas (Flavia no lee los libros, los rumia), en una ocupación de tiempo completo: elegir un libro de los no leídos y dar cuenta de él con comentario incluido en un día, a los sumo en dos si logro adelantar la víspera. La situación hizo que en estos meses leyera libros más bien cortos y que me planteara el problema de cuánto se puede durar haciendo esto a este ritmo. Y también empecé a preocuparme por la biblioteca, que si bien excede largamente los estantes y las pilas de libros son criaturas animadas que ya han invadido más de media casa, no sé si nos abastece adecuadamente para esta nueva necesidad cuando la escasez de espacio y de dinero para conseguirlo se empieza a sentir.
Di entonces con un libro de Jacques Bonnet publicado hace poco, que en principio me pareció corto y apropiado para mis fines y se llama Bibliotecas llenas de fantasmas. Allí se menciona la que sería la situación en la que me gustaría haber vivido y es la de Aby Warburg, el famoso historiador del arte, quien resignó su derecho hereditario a dirigir el banco de la familia a cambio de dinero ilimitado para comprar libros (además del lugar donde guardarlos, supongo) y así juntó cien mil ejemplares. El libro de Bonnet reúne unas cuantas anécdotas interesantes sobre coleccionistas y bibliotecas y trata los problemas de toda índole que se presentan cuando los libros se acumulan en el límite de lo manejable: cómo guardarlos, cómo clasificarlos, cómo encontrarlos, cómo compartirlos. Bonnet confiesa ser un bibliófilo dedicado, que ha leído sin parar desde la infancia y que además tiene una colección de CD y DVD. Aunque como comprador compulsivo de libros y afines debería simpatizar con Bonnet, el personaje que pinta de sí mismo es el de alguien que anda por el mundo alardeando de sus lecturas, un poco como su amigo Alberto Manguel, otro connaisseur de la letra impresa que rara vez se despega de la erudición y nunca muestra la sensibilidad que uno les agradece a quienes pueden guiarnos en el ancho mundo de la literatura.
Y ese es el problema de leer mucho, como diría mi abuela: A la larga, uno se convierte en un tonto ilustrado.
Quintín. Columnista Perfil.
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