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No es cierto que se puedan proponer, anunciar y hasta vender fórmulas y recetas para ser feliz. No existen esas fórmulas y recetas. No es cierto que la felicidad te espere bajo la forma de un hombre o una mujer providencial. Si te lo crees, con ese hombre o esa mujer podrías ir al infierno. Felicidad y pareja no son sinónimos. No es verdad que si te compras este auto, este celular, aquella computadora, aquella casa en un country, ese departamento en una torre con Sum, piscina, salón de fiestas, seguridad las 24 horas y demás accesorios serás feliz. Podrás vivir en ese lugar tus horas más oscuras. Es mentira que una pastilla bien prescrita (para adelgazar, engordar, dormir, despertar, tener erecciones seriales u orgasmos de ensueño) o una terapia recién inventada te depositarán en el cielo sin que tengas que subir. La mayoría de esas pastillas y terapias son iatrogénicas, enferman mientras prometen curar. Ni hay gimnasia aparatosa que te pueda hacer feliz aunque lo prometa.
Quizá posterguen tu insatisfacción vital por un par de horas. No se inventó (ni se inventará) el bisturí o la aparatología milagrosa, ni las sustancias sagradas que te saquen arrugas, vellos, kilos, años o cualquier otro atributo al que culpes de tu infelicidad.
Serás feliz con tu cuerpo y con tu edad o morirás infeliz dentro de tu piel y a tu tiempo. No importa cuántos ceros tenga tu cuenta bancaria o con qué exitosas inversiones o negocios te hagas cada día más rico. La felicidad no tiene forma de billetes, ni de tarjetas de crédito, ni de acciones bursátiles. Abundan en los cementerios los suicidas millonarios.
La conspiración contra la felicidad se propone hacer creer que todo lo anterior es posible, que la dicha te espera a la vuelta de la esquina, que no tienes más que estirar la mano y tomarla. Antes, por supuesto, tendrás que pagar, comprar, debitar, ir a cursos, ponerte en alguna lista de espera para el auto, pedir un turno con el gurú, pero ¿qué importa? ¿No se trata, acaso, de ser feliz? La conspiración contra la felicidad divulga (y dispone para ello de astutos mensajeros, voceros, escribas, propagandistas y marketineros) la idea de que no es feliz quien no quiere y que quien no quiere ser feliz no merece pertenecer.
Esta conspiración es peligrosa porque habitamos en una cultura que no sabe tratar con la postergación, que se ha desacostumbrado de los procesos y pretende obviarlos para ir directamente a los resultados (como si un resultado no fuera fruto de un proceso), una cultura que vive bajo la ilusión de que se puede eliminar el tiempo y también el espacio, una cultura que se asienta en lo fugaz, en lo precario, en lo inmediato y en lo utilitario. Una cultura en donde los inconvenientes, el riesgo, la incertidumbre, la espera, la pausa se viven como afrentas o como injusticias. Una cultura en la que prevalecen la pereza mental e intelectual, el analfabetismo emocional, la indigencia espiritual. Una cultura en la que se pretende remplazar a la realidad por simulacros indoloros, inodoros e insípidos. En una cultura de estas características se reclama felicidad inmediata, de fácil acceso, a prueba de costos.
El psicoterapeuta Sheldon Kopp (autor de El colgado) escribió alguna vez que todo el mundo quiere ir al cielo, pero que nadie quiere morir. Del mismo modo, no es posible ser feliz sin confrontar la realidad, sin hacerse cargo de la propia vida, sin tomar responsabilidad sobre los propios actos y elecciones y sobre sus consecuencias.
Prometer fórmulas para la felicidad, ofrecerse como gestor para conducirte a ella, es una estafa. Y los estafadores están sueltos y activos. Y se multiplican. Como se multiplican los embaucados. Ser estafado una vez puede ser cosa de incautos. Volver a caer sucesivamente y luego lamentarse de la mala suerte es de irresponsables. La mayor irresponsabilidad consiste en dejar la propia vida en manos de otros. En este caso, eso sería esperar que nos hagan felices, que nos vengan a anunciar la buena nueva de nuestra dicha, que nos la traigan a domicilio, recién hecha, sin que hayamos participado de su cocción.
El problema con estas lucrativas estafas es que no sólo afectan a los estafados. Vivimos en el mundo, somos cada uno de nosotros partes de un todo y no tenemos razón de ser fuera de esa totalidad. Cuando la misma está afectada, nos afecta. El pez que nada en aguas contaminadas no puede no beberlas, no respirar su oxígeno, no enfermar y, acaso, no morir. De nada sirve proponerse ser feliz en un mundo en el que la felicidad es deshonrada cada día. Es inútil aislarse a recitar mantras, irse a meditar a la punta de una montaña, pretender que el humor de los otros no nos afecte o ser inmunes a la infelicidad reinante. Todo es energía y las vibraciones de la desdicha nos llegan sí o sí.
Con los estafadores de la felicidad tengo una cuestión personal, porque no sólo engañan a aquellos a quienes pescan. Hacen que el mundo sea peor para todos.
A pesar de ellos, la felicidad es posible, su registro es una experiencia humana suprema y trascendente y ella es una realidad en la vida de muchas personas.
Esto es un fragmento de la introducción de La felicidad como elección.
Sergio Sinay
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