UN MUNDO SIN NOVELAS Mario Vargas Llosa.
(B)
He releído varias veces el texto que sigue a esta breve introducción con el propósito de elegir un fragmento. Juzgué largo el contenido para un sólo post. Pero me he decidido a ponerlo completo porque no tiene desperdicio y siento que fracturaría su riqueza argumentativa. Espero que les guste tanto como a mí.
"La literatura es vista hoy en día como un entretenimiento, del que se puede prescindir en función del gusto individual. Este texto de Vargas Llosa es una apasionada defensa de la literatura como la mejor herramienta de comunicación entre los hombres y como el medio para crear ciudadanos libres y críticos. Un mundo sin literatura sería un mundo sin lenguaje y, por ello, sin ideas nuevas."
Muchas veces me ha ocurrido, en ferias del libro o librerías, que un señor se me acerque con un libro mío en las manos y me pida una firma, precisando: "Es para mi mujer, o mi hijita, o mi hermana, o mi madre; ella, o ellas, son grandes lectoras y les encanta la literatura". Yo le pregunto, de inmediato: "¿Y, usted, no lo es? ¿No le gusta leer?" La respuesta rara vez falla: "Bueno, sí, claro que me gusta, pero yo soy una persona muy ocupada, sabe usted". Sí, lo sé muy bien, porque he oído esa explicación decenas de veces: ese señor, esos miles de miles de señores iguales a él, tienen tantas cosas importantes, tantas obligaciones y responsabilidades en la vida, que no pueden desperdiciar su precioso tiempo pasando horas de horas enfrascados en una novela, un libro de poemas o un ensayo literario. Según esta extendida concepción, la literatura es una actividad prescindible, un entretenimiento, seguramente elevado y útil para el cultivo de la sensibilidad y las maneras, un adorno que pueden permitirse quienes disponen de mucho tiempo libre para la recreación, y que habría que filiar entre los deportes, el cine, el bridge o el ajedrez, pero que puede ser sacrificado sin escrúpulos a la hora de establecer una tabla de prioridades en los quehaceres y compromisos indispensables de la lucha por la vida.
Es cierto que la literatura ha pasado a ser, cada vez más, una actividad femenina: en las librerías, en las conferencias o recitales de escritores, y, por supuesto, en los departamentos y facultades universitarios dedicados a las letras, las faldas derrotan a los pantalones por goleada. La explicación que se ha dado es que, en los sectores sociales medios, las mujeres leen más porque trabajan menos horas que los hombres, y, también, que muchas de ellas tienden a considerar más justificado que los varones el tiempo dedicado a la fantasía y la ilusión. Soy un tanto alérgico a estas explicaciones que dividen a hombres y mujeres en categorías cerradas y que atribuyen a cada sexo virtudes y deficiencias colectivas, de manera que no suscribo del todo dichas explicaciones. Pero de lo que no hay duda es que los lectores literarios —hay muchos lectores, pero de bazofia impresa— son cada vez menos, en general, y que, dentro de ellos, las mujeres prevalecen. Ocurre en casi todo el mundo. En España, una reciente encuesta organizada por la SGAE (Sociedad General de Autores Españoles) arrojó una comprobación alarmante: que la mitad de los ciudadanos de ese país jamás ha leído un libro. La encuesta reveló, también, que, en la minoría lectora, el número de mujeres que confiesan leer supera al de los hombres en un 6.2% y la tendencia es a que la diferencia aumente. Yo me alegro mucho por las mujeres, claro está, pero lo deploro por los hombres, y por aquellos millones de seres humanos que, pudiendo leer, han renunciado a hacerlo. No sólo porque no saben el placer que se pierden, sino, desde una perspectiva menos hedonista, porque estoy convencido de que una sociedad sin novelas, o en la que la literatura ha sido relegada, como ciertos vicios inconfesables, a los márgenes de la vida social y convertida poco menos que en un culto sectario, está condenada a barbarizarse espiritualmente y a comprometer su libertad.
Me propongo en este texto formular algunas razones contra la idea de la literatura, en especial de la novela, como un pasatiempo de lujo, y a favor de considerarla, además de uno de los más estimulantes y enriquecedores quehaceres del espíritu, una actividad irremplazable para la formación del ciudadano en una sociedad moderna y democrática, de individuos libres, y que, por lo mismo, debería inculcarse en las familias desde la infancia y formar parte de todos los programas de educación como una disciplina básica. Ya sabemos que ocurre lo contrario, que la literatura tiende a encogerse e, incluso, a desaparecer del currículo escolar como si se tratara de una enseñanza prescindible.
Vivimos en una era de especialización del conocimiento, debido al prodigioso desarrollo de la ciencia y la técnica, y a su fragmentación en innumerables avenidas y compartimentos, sesgo de la cultura que sólo puede acentuarse en los años venideros. La especialización trae, sin duda, muchos beneficios, pues ella permite profundizar en la exploración y la experimentación, y es el motor del progreso. Pero tiene, también, como consecuencia negativa, el ir eliminando esos denominadores comunes de la cultura gracias a los cuales los hombres y las mujeres pueden coexistir, comunicarse y sentirse de alguna manera solidarios. La especialización conduce a la incomunicación social, al cuarteamiento del conjunto de seres humanos en asentamientos o guetos culturales de técnicos y especialistas a los que un lenguaje, unos códigos y una información progresivamente sectorizada y parcial, confinan en aquel particularismo contra el que nos alertaba el viejísimo refrán: no concentrarse tanto en la rama o la hoja como para olvidar que ellas son partes de un árbol, y éste, de un bosque. De tener conciencia cabal de la existencia del bosque depende en buena medida el sentimiento de pertenencia que mantiene unido al todo social y le impide desintegrarse en una miríada de particularismos solipsistas. Y el solipsismo —de pueblos o individuos— produce paranoias y delirios, esas desfiguraciones de la realidad que a menudo generan el odio, las guerras y los genocidios. Ciencia y técnica ya no pueden cumplir aquella función cultural integradora en nuestro tiempo, precisamente por la infinita riqueza de conocimientos y la rapidez de su evolución que ha llevado a la especialización y al uso de vocabularios herméticos.
La literatura, en cambio, a diferencia de la ciencia y la técnica, es, ha sido y seguirá siendo, mientras exista, uno de esos denominadores comunes de la experiencia humana, gracias al cual los seres vivientes se reconocen y dialogan, no importa cuán distintas sean sus ocupaciones y designios vitales, las geografías y las circunstancias en que se hallen, e, incluso, los tiempos históricos que determinen su horizonte. Los lectores de Cervantes o de Shakespeare, de Dante o de Tolstoi, nos entendemos y nos sentimos miembros de la misma especie porque, en las obras que ellos crearon, aprendimos aquello que compartimos como seres humanos, lo que permanece en todos nosotros por debajo del amplio abanico de diferencias que nos separan. Y nada defiende mejor al ser viviente contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, de las orejeras pueblerinas del sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta comprobación incesante que aparece siempre en la gran literatura: la igualdad esencial de hombres y mujeres de todas las geografías y la injusticia que es establecer entre ellos formas de discriminación, sujeción o explotación. Nada enseña mejor que las buenas novelas a ver, en las diferencias étnicas y culturales, la riqueza del patrimonio humano y a valorarlas como una manifestación de su múltiple creatividad. Leer buena literatura es divertirse, sí; pero también aprender, de esa manera directa e intensa que es la de la experiencia vivida a través de las ficciones, qué y cómo somos, en nuestra integridad humana, con nuestros actos y sueños y fantasmas, a solas y en el entramado de relaciones que nos vinculan a los otros, en nuestra presencia pública y en el secreto de nuestra conciencia, esa complejísima suma de verdades contradictorias —como las llamaba Isaiah Berlin— de que está hecha la condición humana. Ese conocimiento totalizador y en vivo del ser humano, hoy, sólo se encuentra en la novela. Ni siquiera las otras ramas de las humanidades—como la filosofía, la psicología, la sociología, la historia o las artes— han podido preservar esa visión integradora y un discurso asequible al profano, pues, bajo la irresistible presión de la cancerosa división y subdivisión del conocimiento, han sucumbido también al mandato de la especialización, a aislarse en parcelas cada vez más segmentadas y técnicas, cuyas ideas y lenguajes están fuera del alcance de la mujer y el hombre del común. No es ni puede ser el caso de la literatura, aunque algunos críticos y teorizadores se empeñen en convertirla en una ciencia, porque la ficción no existe para investigar en un área determinada de la experiencia, sino para enriquecer imaginariamente la vida, la de todos, aquella vida que no puede ser desmembrada, desarticulada, reducida a esquemas o fórmulas, sin desaparecer. Por eso, Marcel Proust afirmó: "La verdadera vida, la vida por fin esclarecida y descubierta, la única vida por lo tanto plenamente vivida, es la literatura". No exageraba, guiado por el amor a esa vocación que practicó con soberbio talento: simplemente, quería decir que, gracias a la literatura, la vida se entiende y se vive mejor, y entender y vivir la vida mejor significa vivirla y compartirla con los otros.
El vínculo fraterno que la novela establece entre los seres humanos, obligándolos a dialogar y haciéndolos conscientes de un fondo común, de formar parte de un mismo linaje espiritual, trasciende las barreras del tiempo. La literatura nos retrotrae al pasado y nos hermana con quienes, en épocas idas, fraguaron, gozaron y soñaron con esos textos que nos legaron y que, ahora, nos hacen gozar y soñar también a nosotros. Ese sentimiento de pertenencia a la colectividad humana a través del tiempo y el espacio es el más alto logro de la cultura y nada contribuye tanto a renovarlo en cada generación como la literatura.
A Borges lo irritaba que le preguntaran: "¿Para qué sirve la literatura?" Le parecía una pregunta idiota y respondía: "¡A nadie se le ocurriría preguntarse cuál es la utilidad del canto de un canario o de los arreboles de un crepúsculo!" En efecto, si esas cosas bellas están allí y gracias a ellas la vida, aunque sea por un instante, es menos fea y menos triste, ¿no es mezquino buscarles justificaciones prácticas? Sin embargo, a diferencia del gorjeo de los pájaros o el espectáculo del sol hundiéndose en el horizonte, un poema, una novela, no están simplemente allí, fabricados por el azar o la naturaleza. Son una creación humana, y es lícito indagar cómo y por qué nacieron, y qué han dado a la humanidad para que la literatura, cuyos remotos orígenes se confunden con los de la escritura, haya durado tanto tiempo. Nacieron, como inciertos fantasmas, en la intimidad de una conciencia, proyectados a ella por las fuerzas conjugadas del inconsciente, una sensibilidad y unas emociones, a los que, en una lucha a veces a mansalva con las palabras, el poeta, el narrador, fueron dando silueta, cuerpo, movimiento, ritmo, armonía, vida. Una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real, desde tiempos inmemoriales, y a la que acuden hombres y mujeres —algunos con frecuencia y otros de manera esporádica— porque la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo que quisieran. La novela no comienza a existir cuando nace, por obra de un individuo; sólo existe de veras cuando es adoptada por los otros y pasa a formar parte de la vida social, cuando se torna, gracias a la lectura, experiencia compartida.
Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices y claridad que otra cuyo principal instrumento de comunicación, la palabra, ha sido cultivado y perfeccionado gracias a los textos literarios. Una humanidad sin novelas, no contaminada de literatura, se parecería mucho a una comunidad de tartamudos y de afásicos, aquejada de tremendos problemas de comunicación debido a lo basto y rudimentario de su lenguaje. Esto vale también para los individuos, claro está. Una persona que no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse. No es una limitación sólo verbal; es, al mismo tiempo, una limitación intelectual y de horizonte imaginario, una indigencia de pensamientos y de conocimientos, porque las ideas, los conceptos, mediante los cuales nos apropiamos de la realidad existente y de los secretos de nuestra condición, no existen disociados de las palabras a través de las cuales los reconoce y define la conciencia. Se aprende a hablar con corrección, profundidad, rigor y sutileza gracias a la buena literatura, y sólo gracias a ella. Ninguna otra disciplina, ni tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se comunican las personas. Los conocimientos que nos transmiten los manuales científicos y los tratados técnicos son fundamentales; pero ellos no nos enseñan a dominar las palabras y a expresarnos con propiedad: al contrario, a menudo están muy mal escritos y delatan confusión lingüística, porque sus autores, a veces indiscutibles eminencias en su profesión, son literariamente incultos y no saben servirse del lenguaje para comunicar los tesoros conceptuales de que son poseedores. Hablar bien, disponer de un habla rica y diversa, encontrar la expresión adecuada para cada idea o emoción que se quiere comunicar, significa estar mejor preparado para pensar, enseñar, aprender, dialogar y, también, para fantasear, soñar, sentir y emocionarse. De una manera subrepticia, las palabras reverberan en todos los actos de la vida, aun en aquellos que parecen muy alejados del lenguaje. Éste, a medida que, gracias a la literatura, evolucionó hasta niveles elevados de refinamiento y matización, elevó las posibilidades del goce humano, y, en lo relativo al amor, sublimó los deseos y dio categoría de creación artística al acto sexual. Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Petrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otra de analfabetos semiidiotizados por los culebrones de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar.
Los medios audiovisuales tampoco están en condiciones de suplir a la literatura en esta función: la de enseñar al ser humano a usar con seguridad y talento las riquísimas posibilidades que encierra la lengua. Por el contrario, los medios audiovisuales tienden, como es natural, a relegar a las palabras a un segundo plano respecto a las imágenes, que son su lenguaje primordial, y a constreñir la lengua a su expresión oral, lo mínimo indispensable y lo más alejada de su vertiente escrita, que, en la pantalla, pequeña o grande, y en los parlantes, resulta siempre soporífica. Decir de una película o un programa que es "literario" es una manera educada de llamarlo aburrido. Y, por eso, los programas literarios en la radio o la televisión rara vez conquistan al gran público; que yo sepa, la única excepción a esta regla ha sido Apostrophes, de Bernard Pivot, en Francia. Ello me lleva a pensar, también, aunque en esto admito ciertas dudas, que no sólo la literatura es indispensable para el cabal conocimiento y dominio del lenguaje, sino que la suerte de las novelas está ligada, en matrimonio indisoluble, a la del libro, ese producto industrial al que muchos declaran ya obsoleto.
Entre ellos, una persona tan importante, y a la que la humanidad debe tanto en el dominio de las comunicaciones, como Bill Gates, el fundador de Microsoft. El señor Gates estuvo en Madrid hace algunos meses, y visitó la Real Academia Española, con la que Microsoft ha echado las bases de lo que, ojalá, sea una fecunda colaboración. Entre otras cosas, Bill Gates aseguró a los académicos que se ocupará personalmente de que la letra ñ no sea desarraigada nunca de los ordenadores, promesa que, claro está, nos ha hecho lanzar un suspiro de alivio a los cuatrocientos millones de hispanohablantes de los cinco continentes a los que la mutilación de aquella letra esencial en el ciberespacio hubiera creado problemas babélicos. Ahora bien, inmediatamente después de esta amable concesión a la lengua española, y entiendo que sin siquiera abandonar el local de la Real Academia, Bill Gates afirmó en conferencia de prensa que espera no morirse sin haber realizado su mayor designio. ¿Y cuál es éste? Acabar con el papel, y, por lo tanto, con los libros, mercancías que a su juicio son ya de un anacronismo pertinaz. El señor Gates explicó que las pantallas del ordenador están en condiciones de reemplazar exitosamente al papel en todas las funciones que éste ha asumido hasta ahora, y que, además de ser menos onerosas, quitar menos espacio y ser más transportables, las informaciones y la literatura vía pantalla, en lugar de vía periódicos y libros, tendrán la ventaja ecológica de poner fin a la devastación de los bosques, cataclismo que por lo visto es consecuencia de la industria papelera. Las gentes continuarán leyendo, explicó, por supuesto, pero en las pantallas, y, de este modo, habrá más clorofila en el medio ambiente.
Yo no estaba presente —conozco estos detalles por la prensa—, pero, si lo hubiera estado, hubiera abucheado al señor Bill Gates por anunciar allí, sin el menor impudor, su intención de enviarnos al paro a mí y a tantos de mis colegas, los escribidores librescos. ¿Puede la pantalla reemplazar al libro en todos los casos, como afirma el creador de Microsoft? No estoy tan seguro. Lo digo sin desconocer, en absoluto, la gigantesca revolución que en el campo de las comunicaciones y la información ha significado el desarrollo de las nuevas técnicas, como Internet, que cada día me presta una invalorable ayuda en mi propio trabajo. Pero de allí a admitir que la pantalla electrónica puede suplir al papel en lo que se refiere a las lecturas literarias, hay un trecho que no alcanzo a franquear. Simplemente no consigo hacerme a la idea de que la lectura no funcional ni pragmática, aquella que no busca una información ni una comunicación de utilidad inmediata, pueda integrarse en la pantalla de un ordenador, al ensueño y la fruición de la palabra con la misma sensación de intimidad, con la misma concentración y aislamiento espiritual, con que lo hace a través del libro. Es, tal vez, un prejuicio, resultante de la falta de práctica, de la ya larga identificación en mi experiencia de la literatura con los libros de papel, pero, aunque con mucho gusto navego por el Internet en busca de las noticias del mundo, no se me ocurriría recurrir a él para leer los poemas de Góngora, una novela de Onetti o de Calvino o un ensayo de Octavio Paz, porque sé positivamente que el efecto de esa lectura jamás sería el mismo. Tengo el convencimiento, que no puedo justificar, de que, con la desaparición del libro, la literatura recibiría un serio maltrato, acaso mortal. El nombre no desaparecería, por supuesto; pero probablemente serviría para designar un tipo de textos tan alejados de lo que ahora entendemos por literatura como lo están los programas televisivos de cotilleo sobre los famosos del jet-set o El Gran Hermano de las tragedias de Sófocles y de Shakespeare.
Otra razón para dar a la novela una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos. En todo gran texto de ficción, y sin que muchas veces lo hayan querido sus autores, alienta una predisposición sediciosa.
La literatura no dice nada a los seres humanos satisfechos con su suerte, a quienes colma la vida tal como la viven. Ella es alimento de espíritus indóciles y propagadora de inconformidad, un refugio para aquel al que sobra o falta algo, en la vida, para no ser infeliz, para no sentirse incompleto, sin realizar en sus aspiraciones. Salir a cabalgar junto al escuálido Rocinante y su desbaratado jinete por los descampados de La Mancha, recorrer los mares en pos de la ballena blanca con el capitán Ahab, tragarnos el arsénico con Emma Bovary o convertirnos en un insecto con Gregorio Samsa, es una manera astuta que hemos inventado a fin de desagraviarnos a nosotros mismos de las ofensas e imposiciones de esa vida injusta que nos obliga a ser siempre los mismos, cuando quisiéramos ser muchos, tantos como requerirían para aplacárselos incandescentes deseos de que estamos poseídos.
La novela sólo apacigua momentáneamente esa insatisfacción vital, pero, en ese milagroso intervalo, en esa suspensión provisional de la vida en que nos sume la ilusión literaria —que parece arrancarnos de la cronología y de la historia y convertirnos en ciudadanos de una patria sin tiempo, inmortal— somos otros. Más intensos, más ricos, más complejos, más felices, más lúcidos, que en la constreñida rutina de nuestra vida real. Cuando, cerrado el libro, abandonada la ficción, regresamos a aquélla y la cotejamos con el esplendoroso territorio que acabamos de dejar, qué decepción nos espera. Es decir, esta tremenda comprobación: que la vida soñada de la novela es mejor —más bella y más diversa, más comprensible y perfecta— que aquella que vivimos cuando estamos despiertos, una vida doblegada por las limitaciones y servidumbres de nuestra condición. En este sentido, la buena literatura es siempre —aunque no lo pretenda ni lo advierta— sediciosa, insumisa, revoltosa: un desafío a lo que existe. La literatura nos permite vivir en un mundo cuyas leyes transgreden las leyes inflexibles por las que transcurre nuestra vida real, emancipados de la cárcel del espacio y del tiempo, en la impunidad para el exceso y dueños de una soberanía que no conoce límites. ¿Cómo no quedaríamos defraudados, luego de leer La guerra y la paz o En busca del tiempo perdido, al volver a este mundo de pequeñeces sin cuento, de fronteras y prohibiciones que nos acechan por doquier y que, a cada paso, corrompen nuestras ilusiones? Esa es, acaso, más incluso que la de mantener la continuidad de la cultura y la de enriquecer el lenguaje, la mejor contribución de la literatura al progreso humano: recordarnos (sin proponérselo en la mayoría de los casos) que el mundo está mal hecho, que mienten quienes pretenden lo contrario —por ejemplo, los poderes que lo gobiernan—, y que podría estar mejor, más cerca de los mundos que nuestra imaginación y nuestro verbo son capaces de inventar.
Una sociedad democrática y libre necesita ciudadanos responsables y críticos, conscientes de la necesidad de someter continuamente a examen el mundo en que vivimos para tratar de acercarlo —empresa siempre quimérica— a aquel en que quisiéramos vivir; pero, gracias a su terquedad en alcanzar aquel sueño inalcanzable —casar la realidad con los deseos— ha nacido y avanzado la civilización, y llevado al ser humano a derrotar a muchos —no a todos, por supuesto— demonios que lo avasallaban. Y no existe mejor fermento de insatisfacción frente a lo existente que la buena literatura. Para formar ciudadanos críticos e independientes, difíciles de manipular, en permanente movilización espiritual y con una imaginación siempre en ascuas, nada como las buenas novelas.
Ahora bien, llamar sediciosa a la literatura porque las bellas ficciones desarrollan en los lectores una conciencia alerta respecto de las imperfecciones del mundo real no significa, claro está, como creen las iglesias y los gobiernos que establecen censuras para atenuar o anular su carga subversiva, que los textos literarios provoquen inmediatas conmociones sociales o aceleren las revoluciones. Entramos aquí en un terreno resbaladizo, subjetivo, en el que conviene moverse con prudencia. Los efectos sociopolíticos de un poema, de un drama o de una novela son inverificables porque ellos no se dan casi nunca de manera colectiva, sino individual, lo que quiere decir que varían enormemente de una a otra persona. Por ello es difícil, para no decir imposible, establecer pautas precisas. De otro lado, muchas veces estos efectos, cuando resultan evidentes en el ámbito colectivo, pueden tener poco que ver con la calidad estética del texto que los produce. Por ejemplo, una mediocre novela, La cabaña del tío Tom, de Harriet Elizabeth Beecher Stowe, parece haber desempeñado un papel importantísimo en la toma de conciencia social en Estados Unidos sobre los horrores de la esclavitud. Pero que estos efectos sean difíciles de identificar no implica que no existan. Sino que ellos se dan, de manera indirecta y múltiple, a través de las conductas y acciones de los ciudadanos cuya personalidad las novelas contribuyeron a modelar.
La buena literatura, a la vez que apacigua momentáneamente la insatisfacción humana, la incrementa, y, desarrollando una sensibilidad inconformista ante la vida, hace a los seres humanos más aptos para la infelicidad. Vivir insatisfecho, en pugna contra la existencia, es empeñarse en buscar tres pies al gato sabiendo que tiene cuatro, condenarse, en cierta forma, a librar esas batallas que libraba el coronel Aureliano Buendía, de Cien años de soledad, sabiendo que las perdería todas. Esto es probablemente cierto; pero también lo es que, sin la insatisfacción y la rebeldía contra la mediocridad y la sordidez de la vida, los seres humanos viviríamos todavía en un estado primitivo, la historia se hubiera estancado, no habría nacido el individuo, ni la ciencia ni la tecnología hubieran despegado, ni los derechos humanos serían reconocidos, ni la libertad existiría, pues todos ellos son criaturas nacidas a partir de actos de insumisión contra una vida percibida como insuficiente e intolerable. Para este espíritu que desacata la vida tal como es, y busca, con la insensatez de un Alonso Quijano (cuya locura, recordemos, nació de leer novelas de caballerías), materializar el sueño, lo imposible, la literatura ha servido de formidable combustible.
Hagamos un esfuerzo de reconstrucción histórica fantástica, imaginando un mundo sin literatura, una humanidad que no hubiera leído novelas. En aquella civilización ágrafa, de léxico liliputense, en la que prevalecerían acaso sobre las palabras los gruñidos y la gesticulación simiesca, no existirían ciertos adjetivos formados a partir de las creaciones literarias: quijotesco, kafkiano, pantagruélico, rocambolesco, orwelliano, sádico y masoquista, entre muchos otros. Habría locos, víctimas de paranoias y delirios de persecución, y gentes de apetitos descomunales y excesos desaforados, y bípedos que gozarían recibiendo o infligiendo dolor, ciertamente. Pero no habríamos aprendido a ver detrás de esas conductas excesivas, en entredicho con la supuesta normalidad, aspectos esenciales de la condición humana, es decir, de nosotros mismos, algo que sólo el talento creador de Cervantes, de Kafka, de Rabelais, de Sade o de Sacher-Masoch nos reveló. Cuando apareció el Quijote, los primeros lectores se mofaban de ese iluso extravagante, igual que lo hacían los demás personajes de la novela. Ahora sabemos que el empeño del Caballero de la Triste Figura en ver gigantes donde hay molinos y hacer todos los disparates que hace es la más alta forma de la generosidad, una manera de protestar contra las miserias de este mundo y de intentar cambiarlo. Las nociones mismas de ideal y de idealismo, tan impregnadas de una valencia moral positiva, no serían lo que son —es decir, valores diáfanos y respetables— sin haberse encarnado en aquel personaje de novela con la fuerza persuasiva que le dio el genio de Cervantes. Y lo mismo podría decirse de ese pequeño quijote pragmático y con faldas que fue Emma Bovary —el bovarismo no existiría, claro está—, que luchó también con ardor por vivir esa vida esplendorosa, de pasiones y lujo, que conoció por las novelas, y que se quemó en ese fuego como la mariposa que se acerca demasiado a la llama.
Como las de Cervantes y Flaubert, las invenciones de todos los grandes creadores literarios, a la vez que nos arrebatan a nuestra cárcel realista y nos llevan y traen por mundos de fantasía, nos abren los ojos sobre aspectos desconocidos y secretos de nuestra condición, y nos equipan para explorar y entender mejor los abismos de lo humano. Decir "borgeano" es inmediatamente despegar de la rutinaria realidad racional y acceder a una fantástica, una rigurosa y elegante construcción mental, casi siempre laberíntica, impregnada de referencias y alusiones librescas, cuya singularidad no nos es, sin embargo, extraña, porque en ella reconocemos recónditas apetencias y verdades íntimas de nuestra personalidad que sólo gracias a las creaciones literarias de un Jorge Luis Borges tomaron forma. El adjetivo kafkiano viene naturalmente a nuestra mente, como el fogonazo de una de esas antiguas cámaras fotográficas con brazo de acordeón, cada vez que nos sentimos amenazados, como individuos inermes, por esas maquinarias opresoras y destructivas que tanto dolor, abusos e injusticias han causado en el mundo moderno: los regímenes autoritarios, los partidos verticales, las iglesias intolerantes, las burocracias asfixiantes. Sin los cuentos y novelas de ese atormentado judío de Praga que escribía en alemán y vivió siempre al acecho, no hubiéramos sido capaces de entender con la lucidez que hoy es posible hacerlo el sentimiento de indefensión y de impotencia del individuo aislado, o de las minorías discriminadas y perseguidas, ante los poderes omnímodos que pueden pulverizarlos y borrarlos sin que los verdugos tengan siquiera que mostrar las caras.
El adjetivo orwelliano, primo hermano de kafkiano, alude a la angustia opresiva y a la sensación de absurdidad extrema que generan las dictaduras totalitarias del siglo veinte, las más refinadas, crueles y absolutas de la historia, en su control de los actos, las psicologías y hasta los sueños de los miembros de una sociedad. En sus novelas más célebres, Animal Farm y 1984, George Orwell describió, con tintes helados y pesadillescos, una humanidad sometida al control de Big Brother, un amo absoluto que, mediante la eficiente combinación de terror y moderna tecnología, ha eliminado la libertad, la espontaneidad y la igualdad —en ese mundo algunos son "más iguales que los demás"— y convertido la sociedad en una colmena de autómatas humanos, programados ni más ni menos que como los robots. No sólo las conductas obedecen a los designios del poder; también el lenguaje, el Newspeak, ha sido depurado de toda coloración individualista, de toda invención y matización subjetiva, transformado en sartas de tópicos y clisés impersonales, lo que refrenda la servidumbre de los individuos al sistema. ¿Pero, acaso tiene sentido hablar todavía de "individuos" en relación con esos seres sin soberanía, ni vida propia, en esos miembros de un rebaño manipulados desde la cuna hasta la tumba por el poder de la pesadilla orwelliana? Es verdad que la profecía siniestra de 1984 no se materializó en la historia real, y que, como había ocurrido con los totalitarismos fascista y nazi, el comunismo totalitario desapareció en la URSS y comenzó a deteriorarse luego en China y en esos anacronismos que son todavía Cuba y Corea del Norte. Pero el vocablo orwelliano sigue ahí, vigente, como recordatorio de una de las experiencias político-sociales más devastadoras sufridas por la civilización, y que las novelas y ensayos de George Orwell nos ayudaron a entender en sus mecanismos más recónditos.
De donde resulta que la irrealidad y las mentiras de la literatura son también un precioso vehículo para el conocimiento de verdades recónditas de la realidad humana. Estas verdades no son siempre halagüeñas, a veces el semblante que se delinea en el espejo que las novelas y poemas nos ofrecen de nosotros mismos es el de un monstruo. Ocurre cuando leemos las horripilantes carnicerías sexuales fantaseadas por el divino marqués, o las tétricas dilaceraciones y sacrificios que pueblan los libros malditos de un Sacher-Masoch o un Bataille. A veces, el espectáculo es tan ofensivo y feroz que resulta irresistible. Y, sin embargo, lo peor de esas páginas no es la sangre, la humillación y las abyectas torturas y retorcimientos que las afiebran; es descubrir que esa violencia y desmesura no nos son ajenas, que están lastradas de humanidad, que esos monstruos ávidos de transgresión y exceso se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que, desde las sombras que habitan, aguardan una ocasión propicia para manifestarse, para imponer su ley de los deseos en libertad, que acabaría con la racionalidad, la convivencia y acaso la existencia. No la ciencia, sino la literatura, ha sido la primera en bucear las simas del fenómeno humano y descubrir el escalofriante potencial destructivo y autodestructor que también lo conforma. Así pues, un mundo sin novelas sería en parte ciego sobre esos fondos terribles donde a menudo yacen las motivaciones de las conductas y los comportamientos inusitados, y, por lo mismo, tan injusto contra el que es distinto, como aquel que, en un pasado no tan remoto, creía a los zurdos, a los gafos y a los gagos poseídos por el demonio, y seguiría practicando tal vez, como hasta no hace mucho tiempo ciertas tribus amazónicas, el perfeccionismo atroz de ahogar en los ríos a los recién nacidos con defectos físicos.
Incivil, bárbaro, huérfano de sensibilidad y torpe de habla, ignorante y ventral, negado para la pasión y el erotismo, el mundo sin novelas de esta pesadilla que trato de delinear tendría, como su rasgo principal, el conformismo, el sometimiento generalizado de los seres humanos a lo establecido. También en este sentido sería un mundo animal. Los instintos básicos decidirían las rutinas cotidianas de una vida lastrada por la ucha por la supervivencia, el miedo a lo desconocido, la satisfacción de las necesidades físicas, en la que no habría cabida para el espíritu y en la que, a la monotonía aplastadora del vivir, acompañaría como sombra siniestra el pesimismo, la sensación de que la vida humana es lo que tenía que ser y que así será siempre, y que nada ni nadie podrá cambiarlo.
Cuando se imagina un mundo así, hay la tendencia a identificarlo de inmediato con lo primitivo y el taparrabos, con las pequeñas comunidades mágico-religiosas que viven al margen de la modernidad en América Latina, Oceanía y África. La verdad es que el formidable desarrollo de los medios audiovisuales en nuestra época, que, de un lado, han revolucionado las comunicaciones haciéndonos a todos los hombres y mujeres del planeta copartícipes de la actualidad y, de otro, monopolizan cada vez más el tiempo que los seres vivientes dedican al ocio y a la diversión arrebatándoselo ala lectura, permite concebir, como un posible escenario histórico del futuro mediato, una sociedad modernísima, erizada de ordenadores, pantallas y parlantes, y sin libros, o, mejor dicho, en la que los libros —la literatura— habrían pasado a ser lo que la alquimia en la era de la física: una curiosidad anacrónica, practicada en las catacumbas de la civilización mediática por unas minorías neuróticas. Ese mundo cibernético, me temo mucho, a pesar de su prosperidad y poderío, de sus altos niveles de vida y de sus hazañas científicas, sería profundamente incivilizado, aletargado, sin espíritu, una resignada humanidad de robots que habrían abdicado de la libertad.
Desde luego que es más que improbable que esta tremendista perspectiva se llegue jamás a concretar. La historia no está escrita, no hay un destino preestablecido que haya decidido por nosotros lo que vamos a ser. Depende enteramente de nuestra visión y voluntad que aquella macabra utopía se realice o eclipse. Si queremos evitar que con las novelas desaparezca, o quede arrinconada en el desván de las cosas inservibles, esa fuente motivadora de la imaginación y la insatisfacción, que nos refina la sensibilidad y enseña a hablar con elocuencia y rigor, y nos hace más libres y de vidas más ricas e intensas, hay que actuar. Hay que leer los buenos libros, e incitar y enseñar a leer a los que vienen detrás —en las familias y en las aulas, en los medios y en todas las instancias de la vida común— como un quehacer imprescindible, porque él impregna y enriquece a todos los demás.¨
Madrid, 23 de febrero de 2000
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario