SOBRE ALGUNAS INTOXICACIONES

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Los especialistas difieren en su definición, pero todos coinciden en que la gente nociva existe y que provoca daño a los demás.

El que destila un odio visceral y se regodea con la humillación del otro, el que avasalla al semejante, el que busca manipular con mentiras, el que agrede innecesariamente y desvaloriza al otro para sentirse bien él, el que daña con intención sin jamás proponer una reparación, el que incomoda con sus imposturas, el envidioso de todo lo ajeno y el que urde los problemas para acercar luego sus soluciones.

La nómina de personas dañinas la completan el autodestructivo, el narcisista patológico, el perverso, el violento impenitente y el estafador. Se sabe que de seres nocivos está lleno el mundo, ya lo poetizó Antonio Machado con su "mala gente que camina y va apestando la tierra", pero ¿existe realmente la gente "tóxica"? ¿O el término, por descalificador y estigmatizante, se lo reserva sólo a Adolph Hitler o a Bin Laden?

Las neurociencias dicen que sí, que la gente "tóxica" –encarnada por aquellos seres rapaces que inexorablemente perturban el bienestar ajeno y vampirizan al semejante– existe. Y endilgan a fallas químicas la irrigación de esa toxicidad. Sus conductas se traducen en patologías, y la coexistencia con ellos resulta imposible.

En el psicoanálisis y la psicología, la literatura está dividida. No obstante, ambas se inclinan por los vínculos y comportamientos "tóxicos" más que por las personas, ya que lo que es "tóxico" para unos puede ser perfectamente aceptado por otros. En todo caso, se trata de una percepción subjetiva, dicen.

Por cierto, la toxina puede ser uno mismo...hay que mirarse al espejo.

Si bien no existe una cofradía donde se imponga la toxicidad, al hurgar en los perfiles nocivos, sin duda que algunos políticos –aquellos que sólo buscan ser escuchados y prometen lo que saben que jamás van a cumplir– podrían encajar en ese estereotipo. Y, dentro de las relaciones de poder, tampoco los jefes desconcertantes, impredecibles o arbitrarios –los seudoemperadores de la verdad, incapaces de encomiar méritos o esfuerzos– se escapan indemnes a la toxicidad.

Tipos de "encuentro"

"Quien mejor se ha dedicado a este tema en la historia de la filosofía es Baruch Spinoza", apunta el filósofo Tomás Abraham. "El habla de encuentros que potencian nuestras energías y nos dan alegría y los que las disminuyen y producen tristeza. Cuando dos cuerpos se convienen entre sí, multiplican su potencia. Y cuando no lo hacen se produce un mal encuentro, semejante a una especie de envenenamiento", explica.

Pero Abraham pone un freno, al aclarar que "pensar las relaciones humanas en términos de toxicidad deriva de las teorías degenerativas de la psiquiatría racista del siglo XIX".

Investigadora de la vida cotidiana a través de la enjundia filosófica, Roxana Kreimer es asertiva respecto de esa categoría, popularizada por la norteamericana Lilian Glass, en su best seller Toxic people (Gente tóxica). Allí advierte que nadie es "ciento por ciento sano, ni física ni psicológicamente; por eso, es importante atender los patrones caracterológicos y sus efectos", observa Glass. Su libro cuenta hace meses con una versión local, escrita por Bernardo Stamateas.

"Los comportamientos destructivos son tolerados si aparecen de manera esporádica. Pero cuando se repiten con frecuencia contaminan las relaciones interpersonales", completa Kreimer.

"Confucio decía que si uno se topa con gente buena, debe tratar de imitarla, y si uno se topa con gente mala, debe examinarse a sí mismo", añade. Y caracteriza a la gente "tóxica" "por su falta absoluta de empatía con el otro". En ese grupo, incluye a los manipuladores, que se valen de la asimetría de la información para torcer destinos, y a líderes como George Bush, que buscan la adhesión a sus "decisiones impopulares presentándolas como necesarias".

¿Qué sucede con los pesimistas consuetudinarios? Según Abraham, pueden ser "más lúcidos, inteligentes y valientes que toda esa pavada de la buena onda". Para Kreimer, la negatividad en demasía termina siendo contagiosa.

Diana Cohen Agrest habla de "los vínculos destructivos de los que hay que huir". Pero advierte sobre la estigmatización y la capacidad de cambio de las personas. "Los seres humanos –dice– no somos de una vez y para siempre. Estamos en constante proceso de construcción. El nombre definitivo es el del epitafio, pues sólo allí adquirimos una identidad definitiva. Mientras vivimos, se puede dejar de ser «tóxico», como también se pueden adquirir otras características. Sólo una visión demasiado pesimista del ser humano lo condena a ser de una vez y para siempre."

El filósofo Santiago Kovadloff confiesa cruzarse a menudo con este tipo de personas y rogar que en ese instante alguien en el teléfono lo libere de la situación. "Pongo el acento en los vínculos más que en las personas, porque el significado de alguien depende primordialmente de quien entable una relación con él", ejemplifica. Y se pregunta si la gente realmente se cuestiona qué es lo que uno produce en el otro. "Yo también puedo irritar y ser muy aburrido en mi vida pública", confiesa.

Sin embargo, ubica como rasgo dominante de la toxicidad "a las personas monologadoras y autorreferenciales y a aquellos que nos aplastan". El corolario es el tedio, el desinterés y la urgencia de alejamiento, dice. Y arremete contra los simuladores y contra aquellos vínculos cimentados a partir de una necesidad tramposa: "La de no relacionarse realmente".

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