PIENSA, HABLA, ACTUA.


Imagen Hugo Vlad.

Estamos influenciados por dos corrientes de pensamiento opuestas. Una predica que vivimos en el mundo de lo posible, que no debemos tratar de ir más allá de las fronteras de la lógica y la razón. La otra en cambio nos alienta a superar esas barreras ficticias, y aspirar a lo imposible, porque somos capaces de lograrlo. Esta de moda el Carpe Diem, que hemos recuperado de nuestros ancestros, al que nos agarramos en tiempos de crisis e incertidumbres, como náufragos a una tabla. Y a su vez, o como complemento, el relativismo extremo, que invita a cuestionarlo todo, y nos permite dudar de cuanto pensamos, sentimos o creemos, sin decantarnos por esto o por aquello, poniendo cara de póker y exclamando la cómoda y consoladora frase de: todo es relativo.

Del idealismo extremo hemos pasado a un pragmatismo desolador, en el que lo material impone sus leyes y nos convierte en números y estadísticas. De la dictadura de caciques, militares y religiosos, nos vemos ahora inmersos en la de los mercados. La indudable calidad de vida que disfrutamos, tiene un precio, y nos obligan a pagarlo. ¿Quiénes? Los mercados. ¿Y qué son los mercados? Pues básicamente una élite de acaudalados sin escrúpulos que especulan con el fruto de nuestro trabajo y necesidades –en gran parte impuestas y ficticias-, con el único fin de acumular aún más riquezas. Les da igual encarecer los cereales y matar de hambre a millones de seres humanos, o dejar sin hogar a los incautos que se hipotecaron hasta los ojos cuando les ofrecían créditos desmesurados, a sabiendas de que cualquier revés les llevaría a la ruina, como así ha sido.

Como juegan con cartas marcadas e imponen sus reglas, estos tahúres saben que no pueden perder, y no arriesgan nada, porque siempre ganan. Cuando más revuelto esté el río, mejor para ellos. El resto, a dejarnos llevar por la corriente, o acabar en alguno de sus anzuelos. Ni siquiera quienes no participamos en esa alocada orgía de consumo, estamos exentos de pagar las consecuencias. Pues bien, ya que parece inevitable, y no hay democracia ni sentido común ni justicia que nos salve de tener que sufrir esto, porque los beneficios van a sus cada vez más repletas arcas, y las pérdidas las pagamos los de siempre, démonos la satisfacción de gritarles, –aunque no les importe demasiado-, que no nos engañan, que antes o después también acabarán siendo un puñado de huesos y polvo, y no les van a recordar ni sus descendientes, demasiado ocupados en dilapidar las fortunas que ellos amasaron.

Quizá sea ese el mayor de los castigos, el que merecen y el único que cabe esperar.

Si nuestras conciencias están tan limpias como nuestros bolsillos, podremos al menos disfrutar en paz de lo que nos queda.

Tomás Delgado Arbelo.

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