DIEZ SEGUNDOS QUE CAMBIARON EL MUNDO.

Perpetrado por Oskarele

6 de agosto de 1945. 8: 16 AM, hora de Japón. “Little Boy”, un cilindro de cuatro metros de largo por uno y medio de ancho, y unos 4.000 kilos explota a quinientos y pico metros de altura sobre Hiroshima. Unas decimas de segundo antes dos piezas de Uranio 235 habían chocado entre si, provocando una deflagración equivalente a 12.5 kilotones de TNT (dinamita). Las consecuencias para la población de Hiroshima, quinientos y pico metros mas pa’bajo, fueron apocalípticas.

Primero un enorme fogonazo, acompañado de una inmensa bola de fuego. Justo después una inmensa onda expansiva que destrozó todo aquello que se encontró a su camino. Un calor brutal achicharró todo aquello que se encontró a cuatro kilómetros de radio desde el punto cero. A un kilometro de radio desde ese punto la gente murió carbonizada o volatilizada, dejando solo una huella.

A este fogonazo inicial le siguió un gran estallido: la onda expansiva partió desde la gran bola de fuego con una fuerza aproximada de unos 700 kilómetros por hora, derribándolo todo y convirtiendo todo en metralla potencial.

Y todo esto en cuestión de segundos.

Y unos cuantos minutos después, tras la onda expansiva y la tormenta de fuego, Hiroshima sufrió dos fenómenos aun mas pavorosos, si cabe. Del cielo comenzó a caer una lluvia extraña: enormes goterones negros, resultado de la evaporación de la humedad en la bola de fuego y de su condensación en la nube que brotó de ella. Una lluvia acida que desprendía la piel de las personas y que provocó una inundación de partículas radiactivas. Y a esta le siguió un viento súper caliente, un viento de fuego que sopló hacia el centro de la catástrofe, ganando fuerza a medida que el aire se hacía cada vez más caliente sobre Hiroshima a causa de los cientos, miles, de incendios.

Población: 343.000
Muertos: 78.000
Heridos: 50.000
Desaparecidos: 14.000
Otros afectados: 100.000


Mientras el Enola Gay, el avión que arrojó a “Fat Boy” sobre Hiroshima, se alejaba a toda hostia de la ciudad, el Capitán Robert Lewis, copiloto del bombardero, comentó: “Dios mío ¿Qué hemos hecho?”...

Bob Caron, artillero de cola del Enola Gay describió así la escena: “Una columna de humo asciende rápidamente. Su centro muestra un terrible color rojo. Todo es pura turbulencia. Es una masa burbujeante gris violácea, con un núcleo rojo. Todo es pura turbulencia. Los incendios se extienden por todas partes como llamas que surgiesen de un enorme lecho de brasas. Comienzo a contar los incendios. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... catorce, quince... es imposible. Son demasiados para poder contarlos. Aquí llega la forma de hongo de la que nos habló el capitán Parsons. Viene hacia aquí. Es como una masa de melaza burbujeante. El hongo se extiende. Puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño. La base del hongo se parece a una densa niebla atravesada con un lanzallamas. La ciudad debe estar abajo de todo eso. Las llamas y el humo se están hinchando y se arremolinan alrededor de las estribaciones. Las colinas están desapareciendo bajo el humo. Todo cuanto veo ahora de la ciudad es el muelle principal y lo que parece ser un campo de aviación”

A pesar de que aviones estadounidenses habían lanzado previamente panfletos advirtiendo a los civiles de bombardeos aéreos en otras 12 ciudades, los residentes de Hiroshima nunca fueron advertidos de un ataque nuclear.

Dieciséis horas después, el Presidente Truman anunció públicamente desde Washington D.C. el uso de una bomba atómica: “Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor. Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado. Con esta bomba hemos añadido un nuevo y revolucionario incremento en destrucción a fin de aumentar el creciente poder de nuestras fuerzas armadas. En su forma actual, estas bombas se están produciendo. Incluso están en desarrollo otras más potentes. [...] Ahora estamos preparados para arrasar más rápida y completamente toda la fuerza productiva japonesa que se encuentre en cualquier ciudad. Vamos a destruir sus muelles, sus fábricas y sus comunicaciones. No nos engañemos, vamos a destruir completamente el poder de Japón para hacer la guerra. [...] El 26 de julio publicamos en Potsdam un ultimátum para evitar la destrucción total del pueblo japonés. Sus dirigentes rechazaron el ultimátum inmediatamente. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire como la que nunca se ha visto en esta tierra”


Y efectivamente, tres días después, el 9 de agosto de 1945, tiraban otra bomba atómica sobre Nagasaki, con el resultado de otros ochenta mil muertos, al menos. Los Estados Unidos esperaban tener otra bomba atómica lista para ser utilizada durante la tercera semana de agosto, tres más en el mes de septiembre y otras tres para octubre. 

No hizo falta. Los japoneses se rindieron, como todos sabemos.

Y el 2 de septiembre de 1945 la rendición se hizo oficial.

Más allá de ridículas justificaciones bélicas (Japón estaba prácticamente vencido, buscando una forma honorable de rendirse, y estas bombas no venían a cuento), más allá de la enorme y terrible mortandad (unos meses antes un ataque a Tokio con bombas incendiarias había arrasado barrios enteros, provocando unas 150.000 muertes, más que cada una de las bombas atómicas), más allá de los heridos, los destrozos y el dolor provocado, este hongo de 19.000 metros producido por la explosión, y convenientemente fotografiado por el propio avión que la lanzó, representa una perversa y perturbadora inauguración.

Cuanto Thomas Ferebee, Mayor, accionó la palanca que dejó caer desde el Enola Gay la bomba sobre Hiroshima, quedó inaugurada una nueva era.

Una nueva Era en la que, por primera vez, el ser humano tendrá el poder de destruirse y de destruir todo el planeta con solo apretar un botón.

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