UNA VIOLETA de la ESPAÑA NEGRA (B)
Se diría un pueblo fantasma, muerto en la calurosa tarde de agosto, pero a lo lejos se oye el tupido rumor de la multitud. Todos han ido a la capea. La plaza mayor es pequeña y bonita, con casas antiguas y rejas y soportales. Apenas puede apreciarse porque la han llenado de gradas. En el centro se levanta un rollo de piedra. A su alrededor hay un pilón. En él abrevaban antiguamente las bestias. Hoy se ha quedado de ornato. El gentío, colorista y vociferante, parece haberse vuelto loco. Por el calor. Por las moscas, insidiosas y feroces. Por el vino. El asunto de las gradas está bien estudiado. Se soportan en tubos de hierro, como los andamios, entre los que permanecen de pie los hombres, intervengan o no. Sobre esa columnata desmontable se acomodan las mujeres, viejas y mozas, los niños y las personas finas de la localidad.
Han soltado ya el primer novillo. De la plaza se eleva una sólida polvareda que pica en la garganta. El animal mira desvalido al público que anima a los improvisados toreros. Éstos, envalentonados, hacen la rueda. El más audaz le coge del rabo. Todos le ríen la charlotada. El novillo pega un derrote, y los mozos valientes corren despavoridos de forma poco honorable. Uno de ellos, a quien antes ha humillado con un revolcón, se acerca por detrás y le clava la navaja en los ijares. Corre la primera sangre, y las mujeres chillan de entusiasmo y felicidad. Los mozos, enardecidos por hembras tan radicales, empapan sus camisas en el pilón y, defendidos por el pretil, sacuden con ellas el morro del astado.
Los más gallardos se descaran delante de un novillo que hace de don Tancredo. Están desnudos de cintura para arriba, otros llevan camisetas de su equipo de fútbol, todos están sudorosos; muchos, además, borrachos. Algunos se han sentado alrededor del rollo y ven fumando los lances, a salvo de las embestidas, con la expresión abotargada y cerril. Las moscas, golosas, se posan en el borde de sus cubatas.
Llegados a un punto, el novillo se planta y ni cuchilladas ni botellazos logran moverle. "Ecce taurus." Se persona entonces el matarife, don Pilatos, con la pistola. Le ponen la res debajo de la tribuna y allí, descolgándose con una mano, le mete un tiro en la testuz. La multitud aplaude satisfecha. Aguarda que el Ayuntamiento, que corre con el festejo, les suelte otro novillo. Al otro, en un rincón, lo cuelgan de una cadena con ayuda de una trócola, y el carnicero lo abre en canal. Sube hasta las gradas el pestilente olor de los mondongos, y la sangre, de un rojo heráldico, corre callejuela abajo. Que de allí saldrá esa noche un crimen es cosa segura. O al día siguiente. Una mujer ha advertido que somos forasteros y se arranca hacia nosotros como una fiera. Desconfía y, muy bragada, prohíbe las fotos, "que hacen mucho daño".
La Guardia Civil, que presencia la escena con desgana, no interviene. "En cada pueblo se le hace daño al animal de una manera; y ésta es la nuestra", proclama, arrogante y combativa. Cuando salimos de ese pequeño pueblo, sacudido por enajenación transitoria, pensamos haberlo hecho de "Las capeas". Pero no. Cien años después, la raza sigue igual. En memoria de Eugenio Noel cazo una de aquellas moscas alevosas, que he metido ahora entre las páginas de ese libro tristísimo, y la he puesto a secar allí como una violeta de la España negra.
Andrés Trapiello España, 1953
Texto ganador del Premio Julio Camba de periodismo en su XXIX edición (2007)
Tomado del periódico "La Vanguardia" de España
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