De crío pasé los veranos en juegos entre brazales y acequias. Era excitante esperar el agua, en los primeros compases del verano: veíamos crecer los limones, los rosales; veíamos labrar la tierra. Los huertanos nos miraban, a toda la chiquillería, y no entendían que nosotros también les miráramos a ellos. Queríamos jugar en y con el agua. El día en que oíamos correr el agua a raudales, ese día el frescor de la tierra era especial: era un río que iba a dar a la mar de limoneros y naranjos y corríamos y chillábamos “¡el agua, el agua!”. Buscábamos las hojas más grandes para embarcar a las lagartijas cazadas minutos antes y comprobar si eran capaces de llegar a nado a dique seco (sí, éramos crueles y políticamente incorrectos, era verano, éramos niños, carne creciendo). Cuando crío, creí que nunca se terminaría el placer de sentir el olor fresco y húmedo en las noches de verano, de la tierra recién regada, de los galanes de noche y de los jazmines. Hoy quiero creer que ese olor sigue ahí, pero son solo campos de golf regados maquinalmente y sin ilusión, ejecutores no culpables del mal entendido progreso.
AQUÍ PODÉIS ESCUCHAR LA EMISIÓN RADIOFÓNICA DE ESTE GENIAL TEXTO, POR EL PROPIO FULGEN.
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