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Les cuento:
A partir 5 de julio último, an Argentina, se prohíben los “avisos que promuevan la oferta sexual o hagan explícita o implícita referencia a la solicitud de personas destinadas al comercio sexual, por cualquier medio”. A raiz de tal resolución, un díario local publicó esta reflexión.
“Quienes estiman acertada la prohibición aluden a que la medida lograría la finalidad propuesta de prevenir el delito de trata de personas con fines de explotación sexual y de eliminar de manera paulatina estas formas de discriminación de las mujeres.
Las opiniones contrarias son principalmente sostenidas por miembros de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (Ammar), que en Córdoba tienen voz a través de su titular, Eugenia Aravena.
Entienden desde la institución que la proscripción de los avisos atenta contra su fuente laboral; que es una medida discriminatoria, y reclaman el cumplimiento de los derechos humanos para todas las trabajadoras sexuales, la reglamentación del trabajo sexual como un trabajo formal y la búsqueda real de víctimas de trata.
Tras estos posicionamientos, se soslaya el interrogante sustancial que debería ser el eje del análisis: ¿qué motivaciones conducen a los hombres del siglo 21 a consumir prostitución? ¿Qué factores influyen para que persista la valorización de una femineidad obediente y sumisa?
En torno también de estas inquietudes es que se llevaron a cabo recientemente las Jornadas contra la Delincuencia Organizada y la Trata de Personas, en Cartagena de Indias, Colombia, organizadas por el Centro de Formación Española.
Los distintos países representados aportaron las particularidades de cada región, tanto en la organización de las redes de trata para explotación sexual como en la caracterización del consumo. Se expuso, en relación con este último aspecto –considerándolo el sustento principal del mercado sexual– la necesidad de interpelarse como sociedad con miras a rastrear en las diversas culturas las causas que mantienen la exaltación de un machismo o perfil de masculinidad que se alimenta de la mujer como mercancía y sobre la cual ejercen las prácticas consideradas propias de su rol.
Entonces: ¿qué influencia ha tenido la liberalización de las costumbres sobre la vida sexual? ¿Qué aspecto ha permanecido inmutable en la representación del deseo?
Estereotipos. La cultura patriarcal, aquella construcción desigual para valorar lo femenino y lo masculino, profundiza la discriminación de género y transmite en el discurso y en lo simbólico los roles asignados como estereotipo.
La marca de la desigualdad es la desventaja para la mujer en términos de libertad, de acceso a los recursos y oportunidades.
Entre las más duras expresiones de este desequilibrio que implica la violencia de género y dominación, se enmarca la explotación sexual y comercial de mujeres y niñas que permanecen no visibles, pese a la existencia de normativas protectoras. Y las razones de esta negación no son otras que la permanencia de un determinado perfil masculino que necesita de la sumisión de la mujer para satisfacer el mandato social. Ello constituye, en sí mismo, un sistema prostituyente que debe ser desalentado.
La prostitución no es delito cuando se la ejerce en forma individual, y las personas en situación de prostitución no deben ser nunca objeto de represión ni persecución. Pero su existencia e historicidad no obligan a su consideración como una actividad laboral merecedora de la protección legal que asegure su publicidad y sostenimiento.
Degradación de lo humano.
Aquí no caben las vacilaciones: el empleo del cuerpo de la mujer para el consumo y satisfacción ajena constituye una degradación incompatible con la dignidad humana.
El consumidor de la mujer-objeto representa al depredador de la mujer-sujeto. Procura su empleo como mercancía que se adquiere para practicar, sin condicionamientos, un trato sexual que no logra consumar sin la entrega económica. ¿Cuántas pueden ser las mujeres que, ante verdaderas opciones laborales, eligieran este pacto indeterminado con extraños? ¿Provoca la prostitución el mismo desgaste emocional y físico que cualquier otro trabajo? ¿Cómo podría compatibilizarse el respeto a los derechos humanos –como se pretende– con el trabajo sexual? Responder estas cuestiones aproxima la realidad al análisis.
El goce de la sexualidad de las personas no tiene relación con el comercio y debería vincularse exclusivamente con el deseo. El sexo como expresión de un deseo coincidente, respetuoso de cada individualidad, desprovisto de jerarquías o de posiciones de poder, constituye, sí, un valor por preservar.
El estereotipo masculino ligado al poder; el poder representado por el dinero; el dinero que permite la adquisición de un cuerpo y el cuerpo transformado en objeto de la sexualidad de otro constituyen el nudo de la batalla cultural que debe ocupar el debate de la sociedad.
La esperanzada expectativa se dirige a la remoción de patrones socioculturales que “promueven y sostienen la desigualdad de género y las relaciones de poder sobre las mujeres”. Ese proceso transformador resultará el reaseguro de una convivencia no violenta ni abusiva, sin roles dominantes, que alumbre una masculinidad nueva.”
¿Qué opinan Paloqueños?
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