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Hace poco más de 10 años, el 25 de abril de 2001, se realizaron en Abuja, capital de Nigeria, las primeras jornadas africanas contra el sida, la tuberculosis y la malaria.
Occidente tiene activa conciencia del flagelo que supone el VIH, porque hubo un esfuerzo concertado de gobiernos, institutos de investigaciones bioquímicas y corporaciones farmacéuticas multinacionales para combatir la expansión de esa enfermedad, que causaba millares de víctimas por año. La ofensiva contuvo la propagación de la enfermedad, que de ser mortal fue transformada en crónica merced a un cóctel de medicamentos. El enfermo puede llevar ahora una vida normal.
Aunque los gobiernos financiaron en gran medida las investigaciones y el desarrollo de ese cóctel, las multinacionales se quedaron con las patentes y pusieron altos precios por las moléculas que lo integran. Pensaron sólo en los países desarrollados, donde la asistencia sanitaria y el ingreso de sus habitantes podían afrontar los 10 mil a 15 mil dólares anuales que demandaba inicialmente el tratamiento.
Pero, ¿qué hacer con los enfermos del África subsahariana, donde el ingreso medio diario no supera los dos dólares? Para pagar un año de tratamiento, un africano enfermo debería trabajar toda su vida e invertir hasta el último centavo en la compra del medicamento. Para un solo año de tratamiento. Una aberración inconcebible. Salvo para las multinacionales, que defendían, más allá de toda razonabilidad, sus derechos de patente. Contaban para ello con un paladín que nunca se caracterizó por su humanitarismo: George W. Bush.
En las conferencias anuales de la Organización Mundial del Comercio (OMC), presentó demandas y propuso sanciones contra los países que produjesen el cóctel sin pagar los derechos de patentes ( royalties) . La indignación mundial no le preocupó. ¿Cómo podría preocupar a alguien capaz de lanzar dos guerras de agresión contra naciones acusadas mediante pruebas falsas de complicidad con Al Qaeda? Una travesura que ha cobrado más de 1,5 millón de víctimas en Irak y Afganistán.
Brasil, India y Sudáfrica encabezaron en la OMC la rebelión contra la barbarie pseudolegal de Bush; desconocieron los derechos de patentes y, a pesar de sus amenazas y demandas, comenzaron a producir en sus laboratorios nacionales el cóctel, con lo cual salvaron millares de vidas.
También por tuberculosis.
Los subsaharianos mueren también por tuberculosis, y mueren por centenares de miles cada año, aunque haya medicamentos para combatirla. Dificultad casi insuperable es la explotación a que son sometidas sus fuerzas del trabajo, degradadas a esclavitud por las multinacionales de diversos orígenes.
Éstas llegan a estimular sangrientas guerras civiles para apoderarse de materias primas utilizables en tecnología de punta, como el coltán, cuyas mayores reservas mundiales (entre 80 y 90 por ciento) se encuentran en el ex Congo belga, donde desde hace un lustro se libra una verdadera “guerra mundial africana”, con la intervención de una decena de países financiados por las multinacionales y con unos cinco millones de muertos.
Desde el 25 de abril de 2001, los progresos alcanzados en la lucha contra la malaria son menos que deprimentes. Cada año muere en el África subsahariana alrededor de 1,2 millón de personas, en su inmensa mayoría criaturas menores de cuatro años. De los tres flagelos, éste es el menos costoso para prevenir. La ONG Médicos Sin Fronteras ha calculado que con un dólar por habitante se podría reducir en gran medida esa inicua mortandad.
Sin vacuna.
Hasta ahora, no ha podido desarrollarse una vacuna contra la malaria, porque su principal vector, el mosquito anofeles, tiene no menos de 60 variedades y cada una de ellas muta de manera constante. El único recurso es la prevención, que es relativamente simple y barata: cubrir con tules mosquiteros cunas y camas donde duermen los niños, emplear medicamentos que tienen como principio activo la quinina (en especial, la clorochina) y el artesunate, un específico de nueva generación, derivado de la artemisa annua , una planta que crece en China y Vietnam. La complicada y difícil purificación y extracción de su principio activo encarece la producción del medicamento. Una familia con un ingreso diario de dos dólares no puede pagarlo y los niños que han sido contagiados están condenados a morir. En cuanto al tul mosquitero, sólo el dos por ciento de los subsaharianos se habitúa a su uso.
La precariedad o la inexistencia en muchos países africanos de un sistema sanitario eficiente, la creciente resistencia de los parásitos de los mosquitos vectores y las constantes migraciones de cientos de miles de desesperados que huyen de las guerras y, sobre todo, del hambre y de la interminable sequía, propagan la enfermedad y la muerte por el continente, martirizado por el expolio de las multinacionales y por la irracionalidad de gobiernos que siguen aplicando impuestos a la importación de tules mosquiteros e insecticidas.
En 2001, en la cumbre de Nigeria, se dijo que hacia 2010 se habría obtenido la vacuna contra la malaria. Hemos ingresado en la segunda década del siglo 21 y todo sigue igual. Si hubo alguna variación en estos 10 años, fue el aumento de las estadísticas de morbilidad y mortalidad.
Fuente: http://www.lavoz.com.ar/
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