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EN VIVO Y EN DIRECTO.

(B)

Todo Brasil asiste.
Un espectáculo en tiempo real.

La televisión no pierde detalle, desde el momento en que el criminal, negro tenía que ser, convierte en rehenes a los pasajeros de un ómnibus de Río de Janeiro, una mañana del año 2000.

Los periodistas van contando lo que ocurre como si fuera una mezcla de fútbol y de guerra, la emoción rompecorazones de una final de la Copa del Mundo narrada en el tono epicotrágico del desembarco de Normandía.

La policía ha puesto sitio al ómnibus.
En el largo tiroteo, muere una muchacha. El público vocifera maldiciones contra la fiera salvaje que no vacila en sacrificar inocentes vidas humanas.
Por fin, al cabo de cuatro horas de mucho tiro y mucha ópera, una bala del orden derriba al peligro público. Los policías exhiben su trofeo, el criminal malherido, bañado en sangre, ante las cámaras.

Todos quieren lincharlo, los miles que están allí y los millones que no están pero miran.
Los policías lo arrancan de manos de la multitud enardecida.
Entra vivo al patrullero. Sale estrangulado.
En su breve paso por el mundo, se llamó Sandro do Nascimento. Él era uno de los muchos niños de la calle que dormían en las escalinatas de la iglesia de la
Candelaria, una noche de 1993, cuando llovió metralla.

Ocho murieron.
De los que sobrevivieron, casi todos fueron matados poco después.
Sandro tuvo suerte, pero era un muerto en uso de licencia.
Siete años después, cumple la sentencia.

Él siempre había soñado con ser estrella de la tele.

Galeano.

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